Los hechos
Aquel amigo mío que tanto gritaba en la manifestación a favor de la independencia del País Valenciano no hacía más que mirar el reloj. La manifestación se había convocado bajo los gases lacrimógenos del franquismo agonizante para exigir la libertad, la amnistía y el estatuto de autonomía, pero mi amigo quería mucho más. Reclamaba a gritos no sólo la independencia de los valencianos, sino también la de los vascos, catalanes, bretones, corsos y, por supuesto, la de Irlanda del Norte. ¿Por qué miras tanto el reloj?, le pregunté en medio de la multitud. El hombre me contestó que su mujer no le dejaba andar fuera de casa después de las nueve de la noche. A medida que se iba acercando la hora de someterse al propio yugo, más alto vociferaba por la libertad e independencia absoluta de todo el universo. Desde aquellos lejanos días de la transición he tratado de juzgar políticamente a las personas por lo que hacen y no por lo que dicen. Los hechos definen a las personas. Una organización que mete a un ciudadano en un agujero durante año y medio, aunque hable de la libertad del pueblo vasco, es una cuadrilla de nazis. Un Gobierno de derechas que entra a saco en la legalidad y cree que el poder, las normas y la propia voluntad forman un todo es un Gobierno fascista por mucho que se adorne con una ingeniería parlamentaria. Un periodista que clama por la libertad de expresión y no duda en dictar juicios sumarísimos contra gente honorable sin apelación ni defensa es una sabandija que en una situación propicia también mandaría fusilar. Un moralista público, ángel exterminador, líder de opinión que está a todas horas blandiendo el látigo contra la corrupción, los escándalos y vicios humanos pero cambia la cocina y el cuarto de baño sin permiso de obras, no paga las multas de tráfico ni guarda la cola en el cine está también corrompido hasta el blando del hueso. Aquel amigo mío que clamaba por la independencia de su patria obliga ahora a su hija a volver a casa antes de medianoche.
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