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Las maletas de la música

El tiempo de verano nos devuelve un año más al rito de los festivales musicales. La efervescencia de los preparativos alcanza durante estos días un estado de nerviosismo del que se contagian tanto organizadores como viajeros de la música. Unos y otros saben que el arte de los sonidos tiene en estas fechas unas dimensiones y un significado sustancialmente diferentes a los del resto de las estaciones. Una ópera o una sesión de cámara se perciben con otra sensibilidad cuando se vive casi exclusivamente para ellas, dejando Al margen preocupaciones y rutinas, cotidianas. Los festivales son, en muchas ocasiones, paraísos terrenales en los que la música reina a sus anchas.En los próximos días comienza una nueva edición de dos de los puntos de referencia del vera no: los centenarios y populares Proms de Londres, en el gigantesco Royal Albert Hall, y el apabullante Festival de Salzburgo, un insólito escaparate de la aristocracia culta europea, en el que incluso se abren algunas ventanas al riesgo artístico. También en los próximos días culmina la primera edición del recién nacido Festival de Zúrích, una alternativa a tener en cuenta. dada la vitalidad cultural de la ciudad suiza, donde han convivido óperas, conciertos, exposiciones y obras teatrales de todo tipo.

Los festivales son para el verano, como las bicicletas, aunque en muchos de ellos dominan más los Rolls-Royce. Los hay para incondicionales de un compositor, como los veteranos wagnerianos de Bayreuth o los chispeantes rossinianos de Pesaro. Los hay dedicados a la música antigua, como los de Utrecht, donde este año han programado dos óperas de Bononcini y otras dos en versión en concierto de autores latinoamericanos, y los hay espontáneos y transgresores, como los del Fringe de Edimburgo.

Los más exquisitos son, a mi modo de ver, los de Glyndebourne, en la campiña inglesa, y la Schubertiade, en el Vorarlberg austríaco. Sus propuestas no poseen ese nivel de ensueño que alcanzan las óperas en Salzburgo o Bayreuth y los conciertos en Berlín o Lucerna, pero transmiten un encanto especial. Son reducidos, abiertos al contacto con la naturaleza y se viven en un clima de sosiego. Escuchar una ópera en Glyndebourne o un recital de lieder en Feldkirch o Schwarzenberg es una invitación a la intimidad. El ambiente bucólico y sereno se ve correspondido por unos músicos o cantantes fieles a estos lugares, en los que dan lo mejor de sí mismos con una, entrega entusiasta.

En España, los festivales de verano viven también en agitación, sacando a la luz sus mejores armas. Ha terminado ya Granada, el de los marcos incomparables, y adquieren destacado protagonismo Peralada o San Sebastián, entre otras razones, porque, al margen de su imaginativa programación, son los preferidos de los aficionados con inclinaciones gastronómicas, una secta mayoritaria entre los viajeros musicales. Este año, con la ascensión imparable de la cocina de los aromas del restaurante El Bulli y la consistencia del Racó de Can Fabes, les ha salido una fuerte competencia a los admiradores incondicionales del tándem Arzak-Zuberoa-Panier Fleuri.

La música antigua se extiende desde los Pirineos hasta Peñíscola, Santander siempre sorprende con algún as inesperado de la manga, va asentándose el Festival de A Coruña, se mantiene el listón de los de Baleares y ha cogido una fuerza especial el de Segovia en su segunda edición. Aquí, la gastronomía es más de texturas que de aromas, pero la variedad y hasta originalidad de los planteamientos musicales han acabado por consolidar en. un breve plazo un festival nada fácil de resolver.

El éxito de los festivales de verano se debe no solamente a su carácter de esparcimiento para un turismo culto. Si se enfocan adecuadamente dan una buena imagen de las ciudades que los mantienen y generan ganancias económicas sustanciales en el sector de servicios. ¿Se imaginan, por ejemplo, Salzburgo sin festivales? La proliferación en los últimos años de los pequeños festivales con encanto responde a una necesidad de recogimiento en periodos de descanso estival. Con unos y otros, los aficionados a la música viven el verano como una fiesta. Las maletas están a tope de notas. Después del verano, la música, aun la misma música y ton los mismos intérpretes, será vivida de otra manera. Será otra cosa. ¿No es maravillosa esta ambivalencia?

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