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El rifador musculoso

Mientras el avión Francisco de Quevedo se empina, al fin, sobre el retraso del aeropuerto o frenopático Madrid-Barajas, un grupo de muchachos viajeros, acaso de la Ruta del Quetzal, decide darle ánimos de interés general al impulso impreciso del patriótico aparato: "¡Muscho Betí, muscho Betí, muscho Beti!". Y aquello iba subiendo, a trompicones chungos, para semiestabilizarse luego en lo ya consabido de rebote: película de kárate, hormigueo en las piernas y un nervioso ignorar a ciencia cierta si esto último es fruto de lo primero o bien del simple hecho de volar, del dardo quevedesco en los riñones, del pálido salmón de raza ibérica -acompañado de crema pómez- o, en fin, de la mantita aeroplana, con la que no acabamos nunca de saber si nos protege solamente un poco de todo por pura parquedad transportable o por librarnos de la asfixia eterna.(Alguien, en los últimos años de la Edad Media, Regó a dejar escrita una sentencia que, en aquellos tiempos remotos, pasó por hermetismo muy pasado de rosca: "Cuándo el lujo se vuelva popular, habrá una nueva plaga de piojos". Ahora y aquí, en la Tierra, desorbitados todos entre Marte y la Bolsa, lo escrito se ha quedado cavernícola, feo y ajado, a la par que olvidable, pero, en volando, ¡ay!, eso mismo, lo más atávico, entrentado al vil sufrimiento de cierta altura, resulta que de pronto se acuerda.) ¿Por dónde íbamos?

Total, que aterrizamos, casi de medio lado y bajo intensa lluvia de ceniza, en el aeropuerto Benito Juárez de la ciudad de México, siendo al punto atendidos, a la llegada, por unos, empleados que llevaban blancuzcas mascarillas en las bocas. El volcán Popocatépetl exhalaba misteriosos sentidos para el asombro de los recién llegados. Menos mal que, en casos como éste de desajuste, harto abusivo entré el despegue y el aterrizaje, siempre cabe acordarse de la conversación que mantuvieron una tarde, en el exilio neoyorquino, el pintor mexicano Marius de Zayas y su hijo, Rodrigo:

-¿Papá?

-Eeeh.

-¿Cómo era México?

-Como España pero peor.

-¿Y qué tal España?

-lgual que México pero peor. Así es la perspectiva: una caricatura reversible, un lentísimo atajo. Con su porción de azar, que es dicha cuando se nos permite asistir al renacer de la democracia en México, entre cenizas soleadas, entre la alegre y cálida naturalidad de los votantes. Y ojalá que ahí se ahonde para siempre.

A la mañana siguiente de la histórica votación, me encaminé a un supermercado de Coyoacán. Allí, a la entrada, estaba un hombre, sobre silla de ruedas, con las piernas cortadas a la altura de las rodillas. Hasta ahí, pantalones vaqueros. Más arriba, camiseta con tirantes y de color azul marino. Entre las manos, un taco de papeletas para una rifa. Ese papel era su pretexto estable. Había que enmarcarlo en aquel busto ahistórico, musculoso y moldeado a la manera más griega, que es cuando en los talleres de Atenas se pensaba, más en Esparta. Y ese pedazo de hombre se resumía en los ojos, en el brillo orgulloso de su mirada. No era ésta la de un lisiado, sino la del que sabe aprovecharse de lo que sobrevive, ponerlo a, prueba, llevarlo hasta las últimas consecuencias, quedándose con él, con el que pasa por ahí para comprar mangos o huachinangos, hechizándole, dándole a entender que aquí se representa el contraste y hasta la. negación de una carencia.

En ese rifador musculoso, de tan equilibrada sonrisa, se daba el logro de elegir, de machacarse para ser algo más que azar fatal o voluntad digna de lástima. Así, como, fotografía de Manuel Alvarez Bravo, respetuosa con las sombras, los equívocos, las incertidumbres y las cenizas de la cambiante realidad.

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