Algo muerto, algo nuevo
En un libro cremoso, editado por el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía con motivo de la exposición Lipchitz / Un mundo sorprendido en el espacio, se incluyen varias cartas de Juan Larrea al escultor. Una de ellas, escrita desde Digoin y fechada el 3 de noviembre del 36, se ocupa por extenso de aclarar, ante los reproches de Jacques Lipchitz, que quien la escribe no permanece "por encima del bien y del mal" en medio de la tragedia bélica que acaba de desencadenarse entre el viejo y el nuevo mundo. Lo que ocurre es que Juan Larrea piensa que la vida humana no es obra de nadie, que es automática, y que, por consiguiente, camina como todo el universo: a su aire, con independencia de nuestra voluntad, en busca de un punto desconocido, nuevo e inevitable. Para él, saber eso, caer en la cuenta del impulso y dejarse llevar por lo esencial del vivir es algo que modifica de raíz nuestra percepción de lo epidérmico: "Desde ese momento la conciencia ya no pertenecerá realmente a uno de los dos términos de la dualidad, y verá esa dualidad en su plena objetividad, es decir, verá dos cosas complementarias allí donde antes no veía más que una, ya que él, el sujeto que deja de existir, era la otra".Más allá de las excursiones delirantes que el poeta emprende para abrirse camino, inclusive a caballo de religión y raza, el horizonte no se le despinta: un "mundo nuevo, sin culto a la personalidad, sin dios, anarquista, en su verdadero esplendor". Una comunicación, en suma, "con el presente de la Creación, con el tiempo impersonal", para lograr alcanzar "el sentido poético de la Realidad a través del lenguaje de las cosas" Un desinterés vivo, como cuando se canta de verdad. ¿Acaso una locura? "Por supuesto, para el estado consciente de atrofia de la imaginación todo lo que está en relación con ésta parece una locura desde el momento que trastoca las viejas ideas". Un modo quijotesco, en fin, de encarnarse en un sueño creador, de quedar imantado por la nueva aventura que sale a nuestro encuentro.
Se alza Larrea contra quienes se empeñan, desde distintos bandos, en frenar tal proceso. El lenguaje, viene a decir, se lo apropian ciertos individuos para proclamar su verdad, para apuntalar lo que se derrumba, para seguir sacándole provecho a lo establecido ("lo normal"). Sobre la mudez de tantas cosas, imponen la palabra simplificadora, la destinada a frenar lo automático, eso que ocurre a su pesar y que nada tiene que ver con el chisporroteo pequeñoburgués del espectáculo confortable: cuando cualquier idea de perfección, libre de anécdota, es desterrada a un futuro lejano o a un mañana póstumo. Antes que nada, concluye y no el poeta, hay que hacerse a otra idea, con todas las consecuencias: al final, "sólo existe la muerte de la idea de uno mismo". A partir de ahí, de un lugar sin lugar, el canto -la percepción del ir fuera de sí- adquiriría todo su sentido.
Larrea, mientras tanto, ha matizado para situarse: "Es indudable que algunas personas deben hacer lo que en el plano político hace usted. ¿Pero no es necesario también que al menos un individuo haga lo que hago yo? Al fin siempre es uno el que hace los hallazgos". ¿Contradicción? Llegado el caso, y apoyándose en Galileo, Larrea ya ha advertido que "es necesario tener en el interior algo muerto, carente de movimiento, para percibir cómo se mueven las cosas". De esa necesidad, de esa fatalidad como pertenencia, surgen dos excelentes libros de poesía recién editados: El hombro izquierdo, de Juan Carlos Suñén (Visor), y Coplas del amo de Ildefonso Rodríguez (Icaria). Uno y otro se distinguen entre sí, lo cual ya es raridad en estos tiempos. Pero, además, Suñén percibe que alguien no halla respuesta en lo que mira; con limpidez y pulso, da razón de esa nada: "el viento sólo/ hace vibrar en su oído/ una cuerda de oveja,/ otra de lobo".
E lldefonso Rodríguez convive con otro alguien -coplero, cómico, desolado- pendiente de anotar en el aire: "Quien pensó más de una vez: lo que ha de venir es como una cuerda musical muy tensada o un globo de luz que estalla frente a mis ojos; el que nunca seré, ambos gesticulan con sufrimiento o ríen como lobos, andan de manos, remueven las sombras del que soy ahora mismo; y ese pensamiento no le dio más claridad".
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.