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Tribuna
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La razón de Kohl

De Kanzlerdaemmerung ha calificado la actual situación política alemana una de las cabezas más lúcidas del Bundestag, el líder de los Verdes, Joschka Fischer. Es "el ocaso del canciller", en evocación wagneriana. El canciller Helmut Kohl se encuentra de hecho hoy, pocas semanas después de anunciar que se presentará a las elecciones federales en 1998, en el momento de mayor debilidad desde que llegó al poder en 1982.Es cierto que este inmenso renano ha estado antes en graves dificultades que supo superar, que muchas veces se anunció su muerte política y siempre logró recuperarse para estupor y sorpresa de unos adversarios que han reincidido siempre en el error de infravalorarlo. Pero hoy la situación es distinta. La coalición entre su partido, la CDU, y los liberales del FDP está paralizada. En el propio partido de Kohl aumentan las resistencias a la unión monetaria. Su credibilidad ha sufrido un durísimo revés en su pulso con el Bundesbank por la proyectada revalorización del oro, una operación ni mucho menos tan disparatada como se ha dicho.

El escepticismo de la población hacia el compromiso de Kohl con este proceso de unión europea crece día a día. Según un sondeo del Instituto Allensbach, publicado el jueves, el 52% de los alemanes se opone a renunciar al marco a favor del euro. Y el gran partido de la oposición, el SPD, tiene posibilidades de ganarle. Siempre que no opte por el suicidio que supondría la elección del campeón del fracaso, Oskar Lafontaine, como candidato a canciller.

Y, sin embargo, lo que algunos llaman la obsesión de Kohl por la unión monetaria y política tiene buenas y fuertes razones, aunque se multipliquen ahora las reservas a procedimientos, criterios y plazos establecidos. Kohl tiene miedo. Es el miedo que da la responsabilidad de quien, por mucho que se le descalifique, piensa en categorías históricas. Tiene miedo a que, si fracasa este proyecto, Europa no pueda reemprenderlo en mucho tiempo. Y que cuando quiera hacerlo sea tarde.

Porque quienes ven este proyecto como un mero plan de ampliación de un zoco no tienen en cuenta lo rápido que pueden cambiar las situaciones internas en los países y las relaciones entre ellos. La corta memoria y el desprecio a la historia les hacen ignorar que la era de estabilidad política y militar en Europa ha sido muy breve, aun siendo la más larga jamás habida.

Hay cierta arrogancia temeraria en la seguridad de aquellos que piensan que las sociedades y los Estados europeos se van a tratar siempre con la exquisitez a que nos ha acostumbrado la convivencia de las democracias en el último medio siglo. Pese a las diferencias y tensiones habidas en este periodo, nunca en la historia los Estados habían tenido tanto respeto a los intereses de los demás. Pero esto no es, ni mucho menos, una condición inmutable. Y si antes el incentivo para estas relaciones entre los Estados era la defensa común frente a la amenaza soviética, la nueva Europa, más grande, mucho más compleja y con muchas incógnitas ante el siglo XXI, necesita, y de forma urgente, un marco político que haga del todo imposible la recaída hacia unas fórmulas de alianzas antagónicas, pactos contra terceros y operaciones en solitario que vulneren derechos e intereses de vecinos. Kohl, el último canciller alemán que vivió conscientemente la última guerra, sabe que sus compatriotas estarían entre los más tentados al aventurerismo si se desvaneciera el marco integrador. Los electorados son volubles y la historia da muchas vueltas. Hay quien considera una terrible exageración que Kohl hable de la unión como "una cuestión de guerra y paz para el siglo XXI". Es un esfuerzo justificado por impedir que entre tanto árbol procedimental y miedo escénico dejemos de ver el bosque del gran reto histórico que es hacer imposible que Europa reanude su trágica historia.

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