El actor creador
Robert Bresson, además de algunas de las mejores películas (que ahora recuperan varias cinematecas europeas) del cine francés, escribió (y acaba de editarse en España) en lento goteo sus célebres Notas, libro de aforismos en el que rezó sus ideas sobre el lenguaje del cinematógrafo, nombre con que distingue lo que él filma de lo que filman comunmente sus colegas y llamamos cine, que a su juicio es teatro filmado. A Bresson le son por consiguiente ajenos los actores profesionales y, salvo en una película, prescindió siempre de ellos y los sustituyó por lo que él llama modelos, gentes de otros oficios que ante una cámara no actúan sino que aportan al engranaje de la ficción signos naturales de su identidad y formas no simuladas de comportamiento.Lo que Bresson dice es precioso y a veces indispensable para entrar en su obra, pues son ideas que iluminan por dentro rincones intrincados de hermosas películas no diáfanas. Pero si se salta de Bresson a las formas beatas del bressonismo entramos en una de esas prolongaciones obtusas de la inteligencia que en ocasiones sitúan a algunas cinefilias en los bordes de lo eclesial. Porque si lo que hacen gente como Kazan, Bergman, Lubitsch, Chaplin, Dreyer, Angelopoulos, Leigh, Ray, Mizoguchi, Wilder, Kurosawa y tantísimos otros directores de cine elevados por su empeño en elevar al actor a la cumbre de la creación de cine es teatro filmado, bienvenidas sean estas antiguallas teatreras, porque de ellas deducimos todavía que no hay mejor fuente de lo nuevo que lo antiguo y que el prurito antiteatral del bressonismo beato es territorio de un debate inutil de estetas paleontólogos.
Claro que las cosas no son así de tajantes, que con su cinematógrafo Bresson hace cine y que por suerte cae atrapado por aquello de que dice huir y aunque le pese hace teatro filmado. Por ejemplo, la niña modelo que juega a ser su Mouchette actúa en toda la regla, por muy primera y única vez que allí interprete. Ni siquiera un hombre del tesón y el talento de Bresson puede apagar la inextinguible pasión de actuar, ni cortar el aliento al remoto oficio del remedo escénico cuando se aplica a la alquimia cinematográfica. Y en las películas de ahora que tienen pinta de quedar la figura del actor-creador se agiganta, mientras se achica la del actor-marioneta (tan del gusto del director déspota) y difumina su territorio el actor-fetiche (la estrella, tan del gusto del productor tendero). Y algo que se parece a un contramodelo -el actor ingénito, la antiestrella- ocupa inexorablemente la cúspide en la jerarquía del colectivo creador de un filme.
En el cine español, que hace un par de décadas se embarcó en la aventura de reinventarse, asistimos a otra -la primera ocurrió en los años cincuenta- recuperación de la obra del actor-creador como materia primordial del cine. He oído que en Inglaterra se permiten dejar que su cine entre cíclicamente en desbandada porque les es fácil recomenzar: actuar es en este país un deporte artístico nacional y de ahí que la mina de sus actores-creadores sea inagotable. A quienes conocen esto por dentro les parece lógico que dos actrices inglesas desconocidas, Brenda Bethlyn y Kathy Burke, se lleven sin oposición los dos últimos premios de interpetación en Cannes. El genio de la actuación atesta los escenarios ingleses y esto enseña a la gente que allí hace cine que querer un buen reparto equivale a obtenerlo y con él dar la sangre que necesita una película para llegar a las pantallas viva.
Algo así comienza a verse en España. Ahora coinciden tres películas -Como un relámpago, Secretos del corazón y La buena estrella- que una docena de actores-creadores hacen estallar de verdad, de lo que Bresson requería de sus anónimos modelos. Es más, si La buena estrella hubiera (como merecía) concursado en Cannes, no tengo la menor duda que cualquiera de sus dos protagonistas, o ambos conjuntamente, se hubieran llevado el premio de interpretación masculina tan de calle como el femenino la formidable Kathy Burke. Pero la película española se proyectó fuera de concurso y lo ganó Sean Penn, excelente actor norteamericano que allí no llegó a Antonio Resines y Jordi Mollá a la suela del zapato.
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