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Si Koltés reviviera

Se discute sobre la posible mortandad del cine. El debate es estéril: el cine se apoya en una industria que mueve millonadas y, aparte de la moda de los efectos especiales, hay cantidad de talentos refluyendo en compañías independientes. La literatura, el cine, el arte en general, están comenzando a generar, aunque con más miedo que timidez, propuestas que intentan quebrar anacronismos. ¿Y qué ocurre con el teatro cuando se dice que está a punto de desaparecer, cuando las gentes, en las conversaciones, afirman que no acuden a él porque es antiguo y repetitivo?Leyendo a vuelapájaro las carteleras de las ciudades españolas, sentado en las butacas, observando las dramaturgias, al espectador le entran ganas o de llorar o escapar de la sala. Está bien reivindicar a los clásicos, pero parece que su abuso entierra a los autores vivos. Está bien montar espectáculos a la italiana, las butacas frente al escenario; también se han inventado otras maneras de organizar la escena. Está bien que los actores permanezcan de pie, quietos, con las manos caídas, largando el texto; un poco de movimiento no dañaría sus articulaciones. Todo está bien y fatal. Los tiempos cambian.

Las tablas nacen como necesidad de zancadillear a un poder que por definición se arroga la razón. Y la razón pertenece a la mayoría, una razón que disiente, por fortuna, y que tal vez no persigue ese consenso que acalla voluntades y pervierte el pensamiento. El teatro, de todas las artes, es la que más reivindica el compromiso; ahí radica su grandeza. Unos personajes hablan directamente a un gente de carne y hueso, lanzan invectivas contra lo que falla, y son una eternidad de cosas. La pantalla o la televisión separan al actor del espectador. El contacto es un puñetazo, al espectador no le queda más remedio que participar.

¿Pero en qué? En un vodevil donde el conflicto es un lío amoroso que despierta risas tan volátiles como insustanciales, una épica en la que siempre vence el bueno, una moralina costumbrista que nos recuerda la supremacía de la norma. Las carteleras españolas abundan en divertimentos políticamente correctos. Se estimula así el antiteatro creyendo que bajo la sombra de la ortodoxia se irradia una luz velada de crítica. Los autores de hoy, exceptuando a un puñado inscrito en lo alternativo, rechazan investigar en la provocación o la valoración a cuchillo de la realidad. Deben comer de las palabras, de lo comercial; intentar captar a una juventud que nunca ha pisado una sala, hacerlo sin alterarla, no vaya a ocurrir que los que otorgan las subvenciones se enojen al verse desnudos en el libreto. Los directores ni siquiera actualizan a Chéjov o a Camus, arguyendo el respeto a los autores y sus. épocas; acaso están inválidos para renovarse. O morir, ésa es la clave.

Jean Marie Koltés, parisiense enterrado por el sida con 41 años, autor de un monólogo imprescindible: De noche justo antes de los bosques, de un manojo de obras que hablan de la xenofobia y el vacío y el desamor, es, por el momento, el último de los grandes que han comprendido que el teatro se entiende desde sus comienzos como resistencia. Koltés pergeñó textos oscuros de los que resulta improbable evadirse, escritos con un corazón que sentía cómo se desmembraba el final del siglo después de tantos avisos. Koltés es el autor espejo de la resistencia, del combate frente a los que pretenden recluir el teatro en una burbuja de ostracismo. Estos tipos, quienes fueren, que estiran los hilos del teatro contemporáneo, surcan las fechas sin quitar las hojas del calendario, piden tranquilidad y se remiten a los números. Les fallan los números, las salas están deshabitándose. Si Koltés renaciera, regresaría de inmediato a la tumba. Se encontraría solo en el desierto.

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