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Tribuna:TRAVESÍAS
Tribuna
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A oriente del Oriente

Antonio Muñoz Molina

Cada dos o tres años, más o menos, Juan Vida viaja a Madrid desde nuestra provincia común y presenta en la galería Afinsa, en la calle del Almirante, una exposición no demasiado nutrida de lo que ha pintado en ese tiempo. Juan Vida, que vive enmedio del campo, en las afueras de Grana da, ha ido haciéndose a sí mismo en una especie de robinsonismo de la pintura, más solo, estéticamente, que la una, dejándose llevar por un instinto que al mismo tiempo le permite indagar en lo más íntimo de su memoria y en los trances más apasionados del viejo oficio de pintar, de la historia de la pintura y los episodios de rebeldía y ruptura que la han estremecido a lo largo del último siglo.Su búsqueda,_ su aislamiento, han llevado stendhalianamente a Juan Vida a no parecerse a nadie por el simple recurso de dedicarse a ser nada más que él mismo. También le llevan a una insularidad dolorosa, llena de incertidumbres, de persistentes sospechas, de postergación. Juan Vida expone sus cuadros lo mismo en Madrid que en París o Lisboa, y los vende todos la misma tarde de la inauguración, pero las damas apostólicas que rigen la Feria de Arco le negaron este año, a él y a la galería que lo representa, el acceso a este certamen que cada vez tiene menos que ver con el arte moderno y más con las pasarelas de modas.

Tales desdenes, a los que no es posible acostumbrarse por mucho que se repitan, afectan al estado de ánimo de Juan Vida, pero no a su trabajo. Se siente solo, a contracorriente, en los márgenes del tiempo que le ha tocado vivir como pintor, se deja de vez en cuando remorder, supongo, por el miedo a que las unanimidades que él no comparte correspondan a un camino más acertado que el suyo, pero mirando sus cuadros da la impresión de que cuando se pone a pintar todo el desaliento y la inseguridad desaparecen, que la mirada, la inteligencia, la memoria, el brazo y la mano se conjuran para trabajar en la anchura del lienzo con tanto arrojo como felicidad, atreviéndose cada vez a mayores suntuosidades de dibujo y materia con un ímpetu y una abundancia casi venecianos, con resplandores sombríos y tempestuosidades y tinieblas, con pormenores repentinos de bodegón ilusionista, de mancha de cielo azul reflejada en el agua, de luz naranja de atardecer en un muro.

Hace tres años, en la penúltima de sus visitas de viajante de su propia pintura, Juan Vida trajo a Madrid una serie de paisajes rurales y periferias urbanas, de retratos fantasmales de lugares en los que a veces surgía la presencia de un animal o de una figura humana, la foto en blanco y negro de una infancia de los años sesenta. Juan Vida, en el fondo, es siempre un a artista confesional y hasta ensimismado, en la misma medida pudorosa en que pueden serlo escritores como Stendhal, Pla o Baroja. La hondura de sus cuadros, detrás de la solvencia técnica de la pintura y el dibujo, está hecha de rememoración y de una ironía que suele tener mucho de sarcasmo. Quien se tome el trabajo de repasar su obra de los últimos diez años descubrirá en ella la coherencia de un largo proyecto memorial, de una secreta arqueología cifrada.

Este año, en su timo viaje, parece e Juan Vida ha quebrado o ha interrumpido provisionalmente ese propósito, y que a la vez ha dado un aso más en su audacia solitaria, en u diatriba personal consigo mismo con el arte del pasado y del presente. Al entrar en la galería, lo que uno encuentra de pronto a lo largo de sus paredes son visiones de Granada, y sobre todo de la Alhambra, es decir, de los lugares de la ciudad más familiares para la mirada del turista, más frecuentados por los fabricantes de postales de ahora mismo y los ilustradores y pintores románticos de hace siglo y medio, los inventores del mito de Granada como escenografía- de orientalismo y de sueño. Hasta ahora, en su pintura, Juan Vida había retratado -de manera velada y cifrada, ya digo, con resabios de sarcasmo y nostalgia- los lugares de su memoria más personal, las imágenes íntimas y desoladas' de la infancia. Lo que ha hecho esta vez ha sido abandonar su reino secreto y volverse de golpe a lo que en apariencia es más público, más conocido por todos, tan obvio que casi parece destinado a la invisibilidad y al desdén: ¿a quién se le ocurre pintar de nuevo la Carrera del Darro, los murallones rojizos de la Alcazaba, la sobrehumana torre de Comares, el Partal, el patio de los Arrayanes? Docenas, cientos de pintores de domingo, de acuarelistas sentimentales, de turistas, japoneses o no, armados de cámaras fotográficas y cámaras de vídeo, millares de grabados y postales han asediado esos lugares, los han multiplicado y trivializado en todas partes, volviéndolos tan comunes, tan imposibles, como la torre Eiffel o la torre de Pisa, como esas fotos en colores de monumentos, en el interior de bolas de cristal, a los que les dábamos la vuelta para ver caer la nieve sobre ellos, una nieve ínfima y más bien melancólica que seguramente estará en la memoria infantil de Juan Vida igual que está en la mía.

Pero en los cuadros de Juan Vida parece increíblemente que la ciudad y la Alhambra están siendo miradas por primera vez, con el asombro y el sobrecogimiento de quien las descubriera en la edad anterior a los grabados, a las fotografías y al turismo. La ciudad vulgarizada, profanada por concejales ineptos y constructores desalmados, la Alhambra de todas las postales y todas las acuarelas, recobran un hermetismo de arquitecturas entrevistas por primera vez en una noche de niebla, al llegar el viajero a las cercanías de una fortaleza inaccesible y prohibida. Al pintar esos lugares Juan Vida también pinta la mejor pintura que se hizo sobre ellos, la de López-Mezquita,y Rusiñol, la de Rodríguez-Acosta, y le añade una intensidad de colores de ladrillo rojo y arena de desierto, de visiones de ruinas asiáticas y precipicios tibetanos. En un libro de viajes de Pla encuentro esta cita de Heráclito: "La naturaleza permanece oculta a nuestros ojos". Prácticamente sin salir de casa, sin variar los itinerarios de. todos los días, Juan Vida, viajante desalentado y sedentario de su propio talento, ha ido a lo que llamaba Fernando Pessoa el oriente del Oriente, que estaba justo allí, en su misma ciudad encerrada y maltratada, invisible y delante de los ojos de todos, esperando que alguien se atreviera o se decidiera a mirarlo.

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