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El euro: la hora de la verdad

Una preocupación, que no un fantasma, recorre Europa: saber si vamos a convertir en realidad los compromisos contraídos en el Tratado de la Unión Europea. La agónica campaña electoral británica lo ha expresado en el esperpéntico cartel electoral conservador con un abrumador Kohl (por cierto, socio de Major en el Consejo de Maastricht); la decisión del presidente Chirac de convocar elecciones anticipadas en Francia son dos expresiones concretas de ese desasosiego. La tranquilidad y estabilidad necesarias sólo pueden venir por una decisión política conjunta, que culmine la unión monetaria y abra paso a la unión política.La situación actual está dominada, en efecto, por una curiosa paradoja. La unión económica y monetaria, que por definición debiera generar estabilidad, está creando incertidumbre, que día a día se va ampliando en función de la profusión de manifestaciones de los considerados responsables técnicos o de los humores y rumores de los operadores en los mercados. Acá y acullá surgen interrogantes sobre cuántos miembros la harán, sobre si se hará a tiempo o habrá que aplazarla. Dudas que se transforman en apuestas, magnificadas por la ruleta rusa financiera. Esta incertidumbre está generando una actitud de espera, a ver qué pasa con el famoso examen previsto para abril de 1998.

El resultado es la paralización de las decisiones de inversión y consumo, con efectos deletéreos y depresivos sobre las principales economías comunitarias, lo cual dificulta la lucha contra el déficit.

La sensación de estar dominados por fuerzas incontrolables que sólo responden a una implacable globalización agrava la situación.

En este contexto, la drástica decisión del cierre de la fábrica Renault de Vilvoorde se ha convertido en un símbolo de la Europa social, movilizando a miles de trabajadores. Decisión significativamente paralizada por dos tribunales -uno francés y otro belga- aplicando fundamentos de derecho europeo.

La Europa de Maastricht se basa en la ciudadanía y la moneda, y el ciudadano tiene una doble dimensión de productor y consumidor. Este hecho está surgiendo con fuerza en la demanda de Europa social.

El único modo de romper el círculo vicioso es tomar ya la decisión política sobre el paso a la moneda única. Aunque pueda parecer una osadía, es una medida prevista en el Tratado, y que éste fijaba como fecha para la decisión del Consejo Europeo el 31 de diciembre de 1996, y la del 1 de julio de 1998 es la fecha límite "a más tardar" (sic). Nada impide que se decida en Amsterdam. Basta con que la Comisión Europea tenga el valor de hacer una recomendación en ese sentido y el Consejo de aceptarla. Que no es imposible ni descabellado lo demuestra la adopción de reformas que no estaban en los tratados, como rebautizar la Moneda única -de ecu a euro- o el Pacto de Estabilidad.

Además, hay otro argumento; los criterios de convergencia han cumplido su papel y de ser un marco orientador pueden acabar convirtiéndose en una camisa de fuerza.

Por ello, la propuesta no es un trágala. Así, de acuerdo con las estadísticas armonizadas de la Comisión, todos los países -excepto Grecia- se encuentran dentro del 1,5% por encima de la media de los tres países con menor inflación. Una diferencia que no es superior a la existente entre los länder alemanes a lo largo de los últimos 20 años.

El segundo criterio, la convergencia de tipos de interés, se realizará por sí solo. Si los mercados creen que la unión monetaria empezará a tiempo con un grupo de países, los intereses tenderán a converger por sí solos (la reducción de diferenciales entre los tipos de la deuda española y alemana son elocuentes al respecto).

Con todo, el criterio principal es el 3% del déficit (el tres no es una cifra mágica ni cabalística, sino el promedio de los déficit del año 1989, que se tomó como base para el acuerdo). Ahora que el ministro alemán de Finanzas, Theo Weigel, después de habernos sermoneado durante años, ha dicho que no se va a dejar crucificar por la cifra, se va comprendiendo que no se trata de una implacable guillotina automática.

El mismo Tratado establece que la valoración de la disciplina es que el déficit no sobrepase el 3%, "a menos que la proporción haya descendido sustancial y continuadamente a un nivel que se aproxime al valor de referencia, o que éste se sobrepase sólo excepcional y temporalmente, y la proporción se mantenga cercana al valor de referencia" (artículo 104 C). Eso es precisamente lo que ha pasado desde la recesión de 1993, en la que los déficit llegaron a su máximo histórico.

No hay que forzar el Tratado, sino interpretarlo para todos igual, y este artículo lo van a agradecer, sin duda, más algunos socios primeros de la clase que los rezagados del Club Med.

En lo que respecta al endeudamiento, su peso se ha relativizado mucho, incluso por los guardianes de la ortodoxia. Su aplicación estricta impediría pasar en primera convocatoria a países como Holanda, Irlanda o Bélgica, por no hablar de Italia, mientras que está creciendo en Alemania, Austria, España o Portugal.

Los criterios de convergencia han cumplido su papel. Ha llegado la hora de decidir, y estamos dentro de plazo. Cuanto más tardemos en hacerlo, más incertidumbre se generará y más riesgos correremos. La cuestión es si existe la voluntad política para dar el paso, y eso no lo pueden decidir ni los banqueros ni los mercados. Lo tienen que hacer los líderes políticos, haciendo frente a sus responsabilidades históricas. Con la moneda como valor cotidiano, se habrá coronado la unión monetaria federal y habrá que pasar a la unión política.

Éste es el desafío del momento, que hay que afrontar antes de que sea tarde.

Enrique Barón es eurodiputado.

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