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Tribuna
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Política y derecho

Mi querido y admirado Jaime Guasp -por cierto que su obra dispersa y olvidada se acaba de reeditar cuidadosamente- atribuía al derecho una doble finalidad: la de perfeccionamiento y la de conservación. El derecho de verdad no es, por lo tanto, un instrumento de plantear conflictos sino, antes al contrario, de solucionarlos. Por su parte la política no es el arte de obtener y conservar el poder, sino el de cómo utilizar el poder al servicio de algo. Así entendidos uno y otra, es claro que las técnicas jurídicas pueden ser muy útiles, al quehacer político en la medida en que los conflictos de intereses que abundan en la segunda pueden ser transmutados en conflictos de interpretaciones por el jurista y, en consecuencia, contribuir así a su pacificación.Pero una falsa idea de la política y el derecho también pueden potenciarse recíprocamente. El político que quiere el poder a toda costa puede encontrar en el derecho un repertorio de armas arrojadizas y no faltarán juristas dispuestos a servirle. Pero es claro que la mixtión de un derecho concebido como instrumento de lucha y una política entendida como conflicto, puede resultar fatal no sólo para ambas esferas de acción pública sino también para los propios actores que a ellas se ven arrastrados.

Baste pensar en el famoso "gobierno de los jueces" del que tanto y con tan razonable temor se habla. ¿En qué consiste, por definición? En que los jueces asuman la tarea de legislar por encima de la representación popular o de decidir y mandar en campos pertenecientes a la dirección política del Estado que corresponde al Gobierno responsable. Cuando esto ocurre siempre se invocan razones para ello. Así, por ejemplo, los magistrados enfrentados con las medidas económicas de Roosevelt invocaban la primacía de ciertos valores consagrados por la Constitución norteamericana. Pero el resultado es, nada menos -lo hubiera sido entonces de prosperar tal posición-, trastocar todos los valores estructurales que fundamentan un orden constitucional democrático en el que corresponde legislar a los representantes y gobernar a los gestores democráticamente encargados de hacerlo y de responder de lo hecho.Pero es claro que, a la vez, tal hipertrofia judicial es fatal para la propia función de los jueces. Al penetrar en el campo de la discrecionalidad política han de asumir los criterios de la oportunidad. Y sus decisiones serán tan criticables como las de los políticos en una sociedad libre, y tanto menos aceptables en cuanto que no existe ningún mecanismo de responsabilidad y control de los jueces.

También los políticos -e incluyo a cuantos hacen política, aun sin escaño ni poltrona, más allá del Gobierno y de la oposición- que recurren, directa o indirectamente, a la juridificación y judicialización de sus conflictos, precisamente para agudizarlos, avanzan por un peligroso sendero de confrontación radical. Porque lo que con ello se busca es, nada más y nada menos, que la condena, descalificación y extinción del adversario y eso es simplemente incompatible con la convivencia democrática.

No vale invocar el nada edificante ejemplo del Watergate. Volvamos sobre nuestra reciente historia. Durante la ahora tan elogiada transición no se invocó jamás la exigencia de responsabilidades ni se recurrió, para solventar una dificultad, a los tribunales. El resultado fue un período de concordia del que se hacen lenguas quienes por cierto no siguen su ejemplo. Después el PSOE desencadenó una oposición brutal, al socaire de la cual aparecieron las querellas y las investigaciones. A poco se llevan por delante el Estado. Y hoy no sólo los políticos sino relevantes sectores sociales quieren proseguir y aun abundar en una práctica que hace tiempo abandonaron sus propios iniciadores. Se trata de un error que por su anacronismo -no lo justifica el estreno democrático-, su imprudencia -ya sabemos a lo que conduce- y su tenacidad -el no enmendalla - puede llegar a ser un horror.

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