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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Dario Villalba culmina su ciclo sobre el uso de la fotografía en la pintura

El artista donostiarra presenta su última obra en Madrid

Darío Villalba ha mantenido a lo largo de su amplia trayectoria una insaciable búsqueda en los límites de la fotografía y la pintura. Más de tres décadas en las que ha profundizado en el tratamiento de la imagen y ha auscultado su poder emocional. La exposición que presenta en la galería Salvador Díaz, de Madrid (Sánchez Bustillo, 7), hasta el 17 de mayo, reúne algunas de sus obras más recientes y desgarradas. Una muestra que se sitúa en el punto más alto de su expresión plástica.

Darío Villalba (San Sebastián, 1939), sin duda una de las figuras más relevantes del arte español de las últimas décadas y, entre ellas, una de las muy contadas que ha alcanzado una proyección internacional, no se aquieta, ni se aplaca. No se conforma con su suerte. Si esta ansiedad se limitara sólo a reclamar mayor atención o afecto, pues estaríamos, ¡ay!, en lo de siempre, pero lo sorprendente de su desmesurada ambición consiste en que es artística; esto es: que no deja de producir y producir, como un fanático que se desafía a sí mismo y va arrojando trozos de intimidad creadora ante nuestra asombrada mirada.No creo que pueda iniciar mi comentario sobre su exposición actual en la galería Salvador Díaz sin la advertencia anterior, pues en esta muestra culmina un ciclo obsesivo acerca de lo que ha supuesto la fotografía en su propia pintura, y lo culmina porque, yo diría que con cierta rabia reivindicativa, ha desnudado la cuestión. Pero, ¿por qué rabia reivindicativa? Darío Villalba, que generacionalmente no puede quitarse de la cabeza el fantasma de la vanguardia, señala con razón que su uso pictórico de la fotografía data de los sesenta, lo que le convierte en uno de los pioneros de esta técnica, pero, si fuera sólo eso, de nuevo he de advertirlo, pues el dato no tendría más interés que el partido que le sacarán en el futuro los forenses de la historia.

A mí me interesa la rabia de Villalba, no por lo que reivindica, sino por lo que hace, que se defiende solo. Ahora, por ejemplo, con sus fotografías desnudas, cuya radicalidad no se explica sin la rabia y la compulsión productiva, logra demostrar, sobre todo, dos cosas: la primera, cómo se pinta con imágenes fotográficas; la segunda, cómo él mismo nunca ha sido más pintor-pintor que ahora, con apenas unas muy levísimas salpicaduras o manchas de color apenas discernibles. El pintor se distingue del fotógrafo, porque éste, con sus instantáneas, retiene y da sentido al tiempo, mientras que aquél las utiliza para destruir el tiempo, ese sinsentido en el que el hombre se enreda para lograr dar cuerda mecánica a su vacía existencia. El fotógrafo es un creador espontáneamente moderno, mientras que el pintor es prehistórico, un superviviente que procede de las zonas más arcaicas, alguien que proviene, por así decirlo, de la noche de los tiempos.

Precisamente por ello, la muestra actual de Villalba es como un fundido en negro, entreverado de parpadeos de luz plateada, salvo un clarinetazo cromático, dispuesto en la entrada, para que el fragmentado estallido multicolor ciegue al visitante, y camine, luego, por la caverna, un poco a ciegas, tanteando una verdad compuesta de sexo y piedad. La trampa socrática urdida por Villalba al respecto es lo que él nombra como deseo, pero lo que a él le interesa de verdad es otra cosa: el encontronazo del deseo con la realidad; esto es: el dolor. Y el dolor, tan real como la vida, sí que es sexo y piedad. Lo que nos muestra en la exposición es justo imágenes de la desolación a través del estrago del existir, algo más que el paso del tiempo. Lo hace intercalando pulidas y reflectantes láminas verticales, para que seamos conscientes del espejismo de la belleza. Esta rabia es productiva y me interesa. El resto... es silencio.

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