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El viejo periodismo

Juan Cruz

Ahora resulta que algunos de los jeremías airados que pusieron sobre la mesa del público la dignidad privada de la gente reclaman silencio y prudencia con res pecto a la vida íntima de las personas. Lo hacen, se advierte, porque a ellos debe afectarles la misma medicina que administra ron antes, sinvergüenza y sin pudor, sin respeto y sin recato, acudiendo al insulto innoble y a la mentira. Es un tiempo complicado, porque en efecto el mar es sabio y devuelve sobre todo la podredumbre. El rasero que funciona es el que justifica que todo vale con tal de dañar y de vejar al prójimo, logrando con ello, si se hace en público, divertir y entre tener, robarle audiencias a los otros, atraerse a lo que siempre se llamó, para menesteres taurinos, el respetable. La impunidad es el arco por el que se cuela el desmán: en función de la llama da libertad de expresión se ha dado paso a la calumnia risueña, gruesa y reiterada; periodistas que pasan por ser genios de la pluma disfrazan su fariseismo en la grandilocuencia verbal del in sulto y se ganan, entre aquel res petable e incluso entre los periodistas nuevos, la leyenda de la valentía. Tachonan sus escritos de medias verdades, o de medias mentiras; y desprestigian con falsedades ya desmentidas la dignidad de las personas. Mezclan, en una combinación falaz y mezquina lo que aparenta ser información con la opinión propia y desvían al público de la esencia de lo que es el periodismo, aquel viejo oficio que consiste en decirle a la gente lo que le pasa a la gente, y no lo que a uno le pasa por la cabeza. En esa opinión propia con la que se lanzan contra las víctimas que han escogido en cada momento, mancomunadamente, su sindicato, trufan la inquina y el odio con el desprecio por las personas: divinos arribistas, llegan a los nuevos poderes haciéndoles las gracias que a lo mejor ni les piden ni les agradecen, pero ellos se pavonean creyéndose obligados a esta nueva pleitesía, pues ya tuvieron otras. Con ese gracejo antiguo inventaron adjetivos para deshonrar la presencia física de personas honorables, y con los mismos lugares comunes que les da el alma mezquina llenan de insultos brillantes y verbeneros sus columnas biliosas, como si ellos nunca hubieran roto dos cucharas. Les jalean, les sacan en recuadros, son celebrados y celebérrimos, y han llegado a cerrar el ciclo de rompe y rasga, haciendo creer a los jóvenes, a los nuevos periodistas, que así debe ser, que así es más fácil, que así se atraviesa el Mississippi, que así se llenan baúles, y se consigue el infalible efecto F de la felicidad profesional. Escándalo, injuria, desasosiego, insulto. ¿Y qué dirán mañana? ¿Qué recoveco de la gente tratarán de sonsacar ahora? ¿Qué vida, profesional o privada, les resultará atractiva para sus gracias, y también para disimular sus desgracias? El insulto es el lugar común: lo disfrazan detrás de la santa voluntad de la llamada libertad de expresión. ¿Y la libertad de expresión de los ciudadanos que son atacados? Álvaro Rodríguez Bereijo ' el presidente del Tribunal Constitucional, dijo esta semana ante los estudiantes de periodismo de la Escuela de Periodismo EL PAÍS-Universidad Autónoma: "La Constitución no reconoce el pretendido derecho al insulto". No pudo ser más sintético el jurista, porque en nueve palabras le dio la vuelta completa al manido argumento: detrás de la denominada libertad de expresión se quiere amparar la libertad de insulto; el paraguas es muy grande, y ahí cabe también la libertad de decir, bajo el señuelo de la información, lo que al periodista se le antoje sobre la vida de las personas: esta semana, sobre una suposición visual sin más apoyo que la necesidad de ser notorio, una revista de ámbito nacional puso a dos familias en la tesitura de defenderse de injurias: de defenderse, es decir, como si hubiera materia de acusación. Montanlos escándalos, y luego hablan de los escándalos porque estos ya existen, y antes que nada existieron en las intenciones de sus plumas. Insultan, suponen, y luego dicen, como los niños malvados del patio del colegio: "Ah, a mí me lo dijeron". ¿Y cómo se desmiente luego lo que fue falso y que de tan reiterado la gente lo asume como probable: "Algo habrá hecho". En esa misma ocasión en que Rodríguez Bereijo se refirió al insulto como la parte visible de la nueva hipocresía de los farisaicos se recordó a Francisco Tomás y Valiente, el profesor asesinado, quien fue zaherido poco antes de morir porque su postura en la vida no coincidía con el dictado de los gritones. El grito no permite la disidencia; la furia está sobre el sonido de la sensatez, de la espera y de la prueba. No es un problema del periodismo, ni del nuevo ni del viejo periodismo; es un problema de la vida común, de la maldita manía de seguir olvidando que lo moderno es mirar a los lados, escuchar y entenderse.

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