Los abajo firmantes
El 19 de enero de 1948 André Gide escribe una larga entrada en su Diario lamentando que se le acuse de "no haber sabido comprometerme". Reconoce a continuación, y en su apoyo cita a Valéry, Proust y Claudel, el desprecio que a ese tipo de escritores, distintos entre sí pero de una misma época o equipo, les merece la actualidad; en ello habría que ver, dice el novelista, el influjo común de Mallarmé. Al final de la anotación, Gide se rebela: "Cuando había necesidad de testimoniar yo no tuve miedo a comprometermeAunque el artista, el verdadero artista, tiende instintivamente a la otra orilla, quizá porque los puentes de su visión los tiende hacia un futuro desconocido pero durable, las contingencias le llaman a menudo, y a menudo el pintor o el poeta más ensimismado siente -si la materia de su corazón no es de plástico puro ni sólo de papel- la obligación de responder a la actualidad. Lo que sucede es que la historia social de las artes ha coincidido en demasiadas ocasiones con la historia universal de la infamia, y en particular el siglo XX ha visto, con el auge de las grandes utopías políticas y su correspondiente ola de revoluciones, guerras y purgas, un tiempo de intelectuales-comisarios, artistas "al servicio de", compañeros de ruta, a veces en un viaje a las tinieblas, y larguísimas listas de abajo firmantes.
Entre el bosque de las adhesiones más ciegas, los errores más siniestros y los sacrificios más gallardos, una figura destaca precisamente en ese crítico periodo anterior y posterior a la II Guerra Mundial, la de Gide, pagado por su intemperancia, por su independencia, con las más odiosas acusaciones. Reconocido por Sartre, apóstol si los hubo de la idea del compromiso, en su aguda denuncia del colonialismo (Viaje al Congo, Regreso del Tchad), tuvo, por el contrario que soportar todo tipo de escarnios cuando muy tempranamente supo ver las miserias. del autoritarismo soviético en su Regreso de la URSS. Sin flaquear. En una fecha significativa, julio de 1937, vuelve Gide a confiarse a su Diario: "En desacuerdo con su tiempo: eso es lo que da al escritor su razón de ser (...) Se opone, inicia. Y por ello no es a menudo comprendido más que por unos pocos".
España y Portugal, los divergentes países hermanos, han tenido también la desgracia de vivir paralelamente dictaduras policíacas y difíciles tránsitos democráticos en los que el intelectual, a riesgo muchas veces de su supervivencia, combatió, si no tuvo a mano arma más contundente, con el símbolo de su firma. Parafraseando a Pessoa, toda carta de apoyo a una causa es ridícula, pero más ridículo es quien nunca ha suscrito una de esas cartas. Acabamos sin embargo de leer una que deja estupefacto, ahora que parecía que el intelectual está sobreaviso y se tienta la ropa antes de avalar con su nombre a caudillos del pueblo o luchadores del fin de la libertad por el medio de la matanza de inocentes. Patrocinada por un señor Alegre, vicepresidente socialista de la Asamblea de la República, y firmada por "medio centenar de personalidades del mundo cultural y político luso", esta proclarna sería pintoresca en sus términos ("se trata de evitar el envío de un hombre a la tortura del Estado español") si sus efectos -parece haber influido en la decisión del Tribunal Supremo portugués de dejar en libertad al presunto etarra Telletxea- no fueran potencialmente sangrientos.
Algo tranquiliza comprobar que los abajo firmantes de ese texto son, en lo que se refiere a la cultura, segundones, y que ni los escritores Saramago o Agustina Bessa Luis, ni el arquitecto Siza o el pintor Cabrita Reis, ni los cineastas Oliveira o Botelho, ni los actores María de Medeiros o Joaquim de Andrade, artistas todos de primera y conocedores además de nuestra realidad, han dado apoyo a semejante acto de colaboración criminal. Pero persiste el mal sabor de boca que siempre queda tras la gran repugnancia de ver una nueva traición del intelectual a los principios de iniciar la verdad y oponerse a la mentira, refugiándose en la frivolidad, el cerrilismo y la ceguera culpable.
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