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Juan Antonio Aguirre, nuevo latido pictórico

La exposición Juan Antonio Aguirre 1990-1996, que compendia la obra de los últimos años de este pintor, está desde el 3 de febrero en las salas del Centro Cultural del Conde Duque de Madrid (Conde Duque, 11). Se trata de una selección que se aproxima al medio centenar de cuadros, lo que supone una sólida plataforma para conocer muy bien lo que ha estado haciendo este artista refinado, paciente y secreto. Juan Antonio Aguirre (Madrid, 1945) ha sido uno de los personajes más proteicos e interesantes del mundo artístico español de los últimos 30 años, no sólo por su condición de pintor -su primera muestra individual tuvo lugar en 1965-, sino también como teórico del arte, crítico, animador, coleccionista y conservador de museo; en fin: un hombre-orquesta que ha tocado todos los instrumentos posibles y que ha desempeñado todos los papeles de la comedia del arte.Todo ello lo hizo con personalidad e interés, pero no es algo que vaya ahora a glosar en detrimento de lo progresivamente esencial en su vida: la pintura. El conjunto de cuadros que ahora presenta así lo demuestra, pero lo hace, además, no por el número y calidad de los mismos, que reflejan una refinada madurez, sino, sobre todo, porque, a través de ellos, aflora una capacidad de resistencia, que arma con sentido diáfano toda su trayectoria. El genuino pintor se decanta como resistente, porque persevera en la voluntad de ser y de pintar hasta que ambas se confunden.

La antológica actual vuelve a poner de manifiesto algo siempre básico en Aguirre, que es la joie de peindre, el gusto o la alegría de pintar, algo muy bonnardiano. Pero encontrarse bien esta orgía pictórica que se organizó después del flauvismo, orgía de experiencias y recursos inagotables, no significa diluir lo personal, ni, por tanto, tener que repetirse. En este sentido, para mí lo emocionante de estos últimos años de Aguirre consiste en lo que ha brotado del pozo íntimo que vivifica su paisaje pictórico. Cierto, desde luego, que cualquiera aprecia ahora audacias y recursos magistrales en ese manual de la pintura -en composición, combinaciones cromáticas y bravura gestual, en su caso, siempre elegante y armoniosa-, pero, al fin, uno se queda conmovido con ese brotar desde su intimidad de nuevos registros y resonancias, que yo calificaría como de expresionismo nórdico, entre Munch y Holder. En un pintor, melancólico y sensual como es Aguirre, esta finalmente nueva luz resulta, estética y moralmente, impactante. Acentúa la belleza y refuerza el latido melancólico, como quien viera ya el mundo tras morder el fruto prohibido; un recuerdo, si, y, también, una visión del paraíso en lontananza, la visión más excitante.

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