La ley de la frontera
Un paseo por el valle del Lozoya, visitando el sitio donde se apiolaba a los reos en la Reconquista
No debía de ser regalada la vida de los pioneros cristianos en el valle del Lozoya al alborear del siglo XIV, rodeados como estaban de montañas, fieras y partidas de moros rezagados que no respetaban ni el Ramadán. Alfonso X, que por algo se ganó el sobrenombre de El Sabio, había otorgado poco antes (26 de junio de 1273) un privilegio que eximía a los moradores de estos puertos "de todo pecho, e de todo pedido, e de todo servicio, e de fosado, e de fonsadera, e de toda fazendera", pero cualquier desgravación era flor de cantueso cuando uno tenía que vérselas a diario con la cellisca, con los osos, con los lobos y, de propina, con algún hijo de Muza.En esos días de friura y fronteras delebles, la población del valle estaba tan agonizante y en desgracia como una terneruela a la que hubiera pillado la nieve en una braña. De ahí que el Concejo de Segovia, al tratar en sus ordenanzas de 1302 de los cuatro quiñones o cuadrillas del Val de Loçoya -Rascafría, Oteruelo, Alameda y Pinilla-, concediera nuevas exenciones a sus habitantes para evitar así la desbandada, así como una prerrogativa, la de horca y cuchillo, de la que sólo gozaba el rey. Cualquier malhechor, en adelante, podría acabar colgado de un pino si les salía a aquellos de los quiñones.
Dramaticemos un poco. Imaginemos que hace unos días, en enero de 1397, el último de los bandidos mahometanos que operaban en los senderos y canadas del alto Lozoya fue sorprendido por varios pastores de Rascafría mientras se guarecía de la ventisca en una majada. El domingo, después de misa, se celebra algo parecido a un juicio, y el muslime, condenado a muerte, es conducido valle arriba en el carro de Lino, el gabarrero; hombres a caballo le siguen, y detrás de ellos, a pie, el pueblo entero. Al cruzar el río frente a la incipiente fábrica de la cartuja de El Paular -que apenas levanta aún una vara del suelo-, el reo pide clemencia en algarabía y en cristiano. De mala gana, cuatro caballeros (uno por quiñón) se reúnen para deliberar, según es costumbre, en el puente del Perdón, pero, lejos de conmutarle la pena capital, le imputan nuevas infamias. A una legua de Rascafría, junto a la casa del verdugo -llamada por otros de la Horca-, finiquita su carrera criminal. Dos miembros de su banda, que él suponía en salvo, penden descarnados de un alto pino. Buitres negros acechan al tercero, que ya es él.
Seis centurias después, el del Perdón es un elegante puente barroco a la vera de El Paular -ahora monasterio benedictino-, y la de la Horca, una casa forestal de la Sociedad Belga de los Pinares de El Paular, que aprovecha la madera de estos bosques. Hoteles, asadores y autocares insultan el camino de los condenados...; mas hay mañana de invierno, cuando la nevisca tiende su blanco sudario sobre el valle, en que éste vuelve a ser el lugar arcano, cruel y hermoso de la Reconquista.
En una mañana así, el excursionista debe dirigirse por carretera desde Rascafría hacia Cotos y, a seis kilómetros del pueblo, echarse a andar a mano derecha por la pista que le llevará, en un cuarto de hora, hasta el mirador de los Robledos. Los montes Carpetanos, al noroeste, y las cimas de Cuerda Larga, al sur, delimitan un panorama que se extiende hasta el embalse de Pinilla, donde el Lozoya se aquieta después de corretear por los cuatro viejos quiñones.
A espaldas del mirador -y del monumento al guarda forestal allí instalado- corre, tras una barrera levadiza, otra pista que el caminante seguirá hacia la izquierda (rumbo sur) hasta casi desembocar de nuevo en la carretera del puerto. Una laguna niña, mínima, pitusa, precede a la Casa de la Horca, que, aunque de nueva planta, conserva ese aire espectral de chozo de verdugo, de cadalso erigido sobre un altozano, bajo pinos rubios y nidos de buitres negros.
Un kilómetro carretera abajo queda el desvío al mirador de los Robledos, adonde se regresará por la orilla del río, a favor de vida.
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