El espíritu de animal
En Madrid hay costumbres particulares, que dudo en atreverme a calificar de acendradamente madrileñas. A cualquier hora de cualquier viernes, si se acierta a pasar por las calles lindantes con el hotel Palace -puede uno encaminarse al Prado o volver de tomarse unas copas en la calle Huertas, que está para eso-,lo acostumbrado es ver una cola frente a la puerta de un templo. No son feligreses dispuestos a todo con tal de asegurarse una buena visibilidad en la misa, sino sencillamente fieles firmemente fieles a una creencia en la imagen del Cristo de Medinaceli. Si uno o una le besa el pie a esta imagen que soporta 300 años de veneración, la creencia sostiene que el que besa se cura de sus males o no los sufre, del mismo modo que si das un golpe de frente en la famosa columna del Pórtico de la Gloria los deseos que hayas tenido antes te los concede Santiago, o si se lanza una moneda en la Fontana de Trevi el regreso a Roma está asegurado, y por lo general con un amor del brazo.Pues bien, ahora resulta que los adeptos de esa costumbre pedestremente madrileña ya no van a poder besar el mismo pie, el pie mismo, sino una placa de metacrilato que los capuchinos que custodian al Cristo le han puesto a la madera, para protegerla de los excesos bucales de la multitud. La medida es intachable. Y eso que ni al Pilar de la Pilarica (muy besado también, según costumbre zaragozana) ni al fuste del apóstol les han puesto -que se sepa- protectores de labios y frentes, ni el alcalde de Roma ha prohibido arrojar monedas a la Fontana, aunque ignoro qué habría hecho si se le hubiera propuesto -como ahora se sabe que hacen muchos madrileños en el estanque del Retiro con sus muertos- echar al fondo del agua las cenizas de Mastroianni, a quien se le rindió allí homenaje corpore in sepulto. ¿Precedentes del metacrilato de Medinaceli? Los hay, y uno prehistórico: la réplica -ésta creo que de poliuretano- que un gran arquitecto está haciendo a un coste de miles de millones, bendecido por las autoridades y pagado por nosotros, de las cuevas de Altamira, en ese caso para prevenir el sufrimiento- que la respiración humana puede causar a los bisontes de pared.
Volviendo al costumbrismo madrileño. El paseante que un viernes de éstos se tope con la cola del meta-Cristo (dicho esto sin faltar), quizá esté yendo al también vecino museo Reina Sofía, que, contagiado del nuevo espíritu reinante en lo que a protección de especies y tejidos perecederos se refiere, no ha querido perder pie. Allí hubo durante un mes un loro en una percha, que yo lo vi al visitar la exposición Kounellis, y lo encontré por cierto afable y lo moderadamente confortable que uno puede estar subido a un palo, aunque no especialmente dicharachero conmigo aquel día. El custodio del loro, bueno, del Reina Sofía, a la sazón José Guirao, director del mismo, no me consta que ante las denuncias de crueldad mental al loro -el cual con el revuelo ha resultado más guacamayo que loro, y no es lo mismo- pensase en protegerle en una jaula de metacrilato, ni siquiera en sustituir por piedra la base de madera de la percha. Lo ha quitado de la exposición, con lo que ya nadie podrá darse de frente ni -hay gustos para todo- darle el pico al pájaro, dando, eso sí, Guirao, no el loro, una explicación gloriosa: "Lo que ha pasado aquí es que un artista ha concebido su obra, el museo la ha aceptado, la sociedad la ha rechazado y nosotros hemos sido sensibles a eso. Hemos sido sensibles a la inadaptación del loro". Según mis indagaciones, el autor de semejantes declaraciones, que abren nuevas y radicales perspectivas para el futuro del arte, facilitando la eliminación de cualquier obra que la sociedad, una pareja de ecologistas o de la Guardia Civil encuentre rechazable, sigue en su despacho, aunque lo mismo se halla -los artistas airados nunca se sabe por dónde van a salir- revestido de metacrilato, versión "pie de Cristo" o versión "funda del Guernica".
Mientras tanto, yo me acerqué el viernes a otra iglesia castiza, la de San Antón, donde crédulamente los madrileños llevan a bendecir a sus animales en el día del santo. Busqué en la cola de los volátiles, pero no vi al guacamayo de Kounellis. ¿Estaría el animalito en la otra, esperando que el beso al plástico del Cristo le salve de la estupidez de los humanos?
Babelia
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