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La celda abandonada del sabio catalán

Miles de fichas lingüísticas, carnéts de viaje, poemas y correspondencia inédita se almacenan en la casa que ocupó el filólogo Joan Coromines

La casa donde el sabio catalán pasó las últimas décadas de su vida tiene dos plantas, un pino crecido y ocupa una esquina cualquiera de Pineda de Mar -todavía Maresme, a dos pasos de la Costa Brava-, un pueblo que creció a empujones. La casa es, mera albañilería turística. Fue construida deprisa, a finales de los sesenta: el filólogo buscaba una esquina tranquila. En los muros hay tres palmos de verdín y a la puerta le hubiera convenido, hace años, una buena capa de pintura: ahora sería superflua. Sólo el frío y la humedad la habitan. Bárbara de Haro. (Bárbara meva, oh dona de record immarcesible) murió hace 15 años y este invierno murió su marido. Ella le llamó siempre Joan y le habló en castellano. Él le habló siempre en catalán. La leyenda cuenta que se conocieron en una zapatería. Ella era la dependienta, y le hizo cosquillas calzándolo. El le dijo si quería ir a cenar. Se casaron en pocas semanas. Nunca tuvieron hijos y los dos los querían. Atravesaron alguna crisis. En Chicago, ella lo, dejó: no podía aguantar más un país donde la gente hablaba en inglés y ella no hablaba. Él la vino a buscar a España. Pactaron: una vez por semana Joan Coromines i Vignaux la acompañaría hasta el Centro Es pañol de Chicago, donde pasarían la tarde chismorreando, añorándose y escuchando tal vez tarantos de Almería, que ella había nacido en Vera. Así lo salvaron.En la planta baja está lo que fue el comedor: sobre las sillas, diarios fuera de fecha. Por todas partes sobra la mugre y falta la pintura. El que fuera estudio del sabio es una pieza rectangular de no más de 15 metros, con dos ventanales. Frente a cada uno hay dos pequeñas mesas de madera, dé buró, clásicas. La silla del sabio le da la espalda a la ventana: durante 30 años impávidos contempló -dicho sea con optimismo: si es que alguna vez levantaba la cabeza- una apretada estantería de libros. La mesa de su ayudante, Joan Ferrer Costa, está razonablemente encarada hacia la luz. Pero las persianas siguen bajadas: el sabio nunca le dejaba subirlas. Una curiosa fisiología: llegó a los 91 años de escritura sin utilizar gafas y alumbrado por una bombilla de 60 watios. Es la que cuelga, amarilla, sobre su mesa: la bombilla seca.

La Underwood está sobre su mesa. Legendaria Underwood. La compró en Buenos Aires en el año 1939. Lo escribió todo con ella y con ella ha muerto. Ha muerto, además, sin aprender a cambiarle el carrete. Venían de la cercana población de Blanes a hacerlo. El viejo filólogo avisaba a los técnicos cada vez con menor intervalo. Protestaba por la calidad de los carretes: ".¡Cada vez son peores y me duran menos!". No era cierto: sólo que sus dedos pulsaban más flojo. Una tarde, con mucho disimulo, echó un vistazo a los papeles que traía su secretario. Perfectamente mecanografiados, limpios, con los márgenes rigurosamente establecidos. Sospechaba -y lo confirmó-que eran papeles tratados con ordenador, ese ingenio, decía, que va tan bien para los manuales universitarios. "Pero para la ciencia, amigo Ferrer, no lo dude: la ciencia sólo puede hacerse con el plomo de la linotipia. ¡La ciencia necesita el plomo". A pesar de su creencia, la nitidez de esos papeles acabó turbándole: "¿Y no podría, amigo Ferrer, conectarme una impresora de las suyas a mi Underwood?".

En los cajones del buró, cuidadosamente apilados, están los carnets de viaje. Los primeros llevan una fecha remota: 1932. Fue entonces cuando empezó a viajar por Cataluña. A pie. Pueblo por pueblo¿ Su método de, investigación lingüística acabó siendo perfecto. Nunca preguntaba directamente a sus interlocutores lo que le interesaba. Los dejaba hablar, simplemente. E iba anotando con su letra rápida, con ese alfabeto particular, que inventó, medio ruso medio románico. Siempre buscaba en los pueblos hombres cuya cultura fuera la propia vida De oficios que no tuvieran nada que ver con las palabras. Ellos eran los que le daban la clave de las palabras. Con el material de esos viajes prolongados en casi 30 años pudo redactar el Onomasticon Cataloniae -un diccionario toponímico, que no tiene parangón en las lenguas románicas-, pero pudo sobre todo hacerse una idea cabal de la lengua viva. Esa es la moral que alimenta su diccionario etimológico, pero es sobre todo la que hizo de él uno de los lingüistas más apreciados del mundo y el principal renovador de la lengua catalana después de Pompeu Fabra. Todos los viajes, municipio por municipio, están en esos cuadernos, repletos de nombres de personas, de lugares de giros lingüísticos, de transcripciones fonéticas.

Un fichero divide en dos la pieza. Es enorme, pero sólo es la mitad del que se guarda en el piso que el filólogo tenía en Barcelona. Miles y miles de pequeñas fichas, agrupadas alfabéticamente. Toda una larguísima y densa vida intelectual, cuya visión conmueve. Las de la casa de Pineda son fichas relacionadas con la etimología y la toponimia y las de Barcelona, que todavía no ha investigado nadie a fondo, tienen que ver seguramente con esos estudios previos sobre la gramática histórica catalana, cuya redacción ocupó las últimas fantasías del filólogo. Todas las paredes del estudio están forradas de libros: la biblioteca -hay que contar con los miles de volúmenes depositados en Barcelona- es valiosa. Amontonadas a lo largo de la pieza se alzan carpetas con sus viejos manuscritos y cientos de galeradas que revelan una corrección infatigable.

Un sobre grande, de papel corriente, sin énfasis ninguno, aparece en el cajón de la mesa de su ayudante. "Datos para mi biografía" ha escrito el filólogo. Sin orden ninguno surgen papeles quebradizos, que llevan su propia letra. Historia de mi vocación se titula uno, amago de un proyecto autobiográfico que nunca llevó a cabo a la manera convencional. Y aparecen, sobre todo, los poemas. Algunos de influencia maragalliana, de sentimientos rebosantes. Ahí están los cinco versos de Bárbara meva, escritos en lo reciente de su muerte. esas dos traducciones, la literal y la libre, de Gineras, la selva lituana, con su original lituano y las dos traducciones catalanas flanqueándolo. 0 los versos escritos sobre papel con membrete The University of Chicago que dicen,, muy inequívocos, respecto a la muerte y a la patria y a su misión en esta vida: Entre reixes encetem / nova manera de viure / de què els nostres enemics / no ens poden privar a desfflure./ Encara no he desaprès / el goig d'alenar i somriure / Ni el deler del que he de fer / l'hora que torni a ser lliure / Déu meu, deu-me uns quants anys més, que vull acabar d'escriure. [Entre rejas iniciamos / nueva manera de vivir / cuya libertad nuestros enemigos no podrán impedir / No he olvidado todavía / el goce de respirar y sonreír/ ni el anhelo de lo que he de hacer / la hora que vuelva a ser libre / Dios mío, dame unos cuantos años más / que quiero acabar de escribir]. Están datados en marzo de 1967. Dios, o quien mande, le dio 30.

La carpeta autobiográfica es delgada. No hay más explicación que ésta: Joan Coromines puso su vida en los diccionarios. Allí escribió lo que pensaba sobre Felipe V. 0 allí homenajeó a Bárbara: la voz inmarcesible del diccionario etimológico lleva los versos para ella escritos como si formaran parte de un saber anónimo. Su vida está, incluso, en clave: cuando habla en el Onomasticon de la Estimada enyorada Universitat de Barcelona sólo unos pocos saben que tras los adjetivos se esconde la espina más visible de su vida: no haber podido ejercer en ella de profesor después de la guerra y no haber podido tampoco, en consecuencia, dejar una pléyade sólida de discípulos.

El último grupo de documentos de valor son las cartas. El sabio trashumante deja tras de sí una correspondencia que anuda tiempos, lugares y personas muy diversos. Ni siquiera se ha comenzado a investigarla: pero en el primer ojeo ya aparecen cartas de Pompeu Fabra. En pocos meses se espera que la fundación Coromines empiece a funcionar en Sant Pol de Mar, en la casa que ocupó tradicionalmente la familia. De Pineda a Sant Pol hay apenas un tiro de piedra. La fundación pondrá en orden lo que contiene este estudio abarrotado de trabajo, de placer por el trabajo. Sus herederos repasan estos días las cuentas bancarias del filólogo, tasan sus libros, su pinacoteca, tratando de llevar un orden convencional y póstumo a una vida que nunca se detuvo en minucias. Al fin y al cabo, el ciudadano americano John Corominas -así murió: John para que no lo confundieran con una mujer y Corominas para que la grafía no traicionara en tierras remotas a la fonética- nunca pago impuestos en España y sólo cuando estaba a punto de morir le dieron en el hospital, para tramitarlo con mayor sosiego, la condición de jubilado.

Cae la noche en Pineda cuando el que fue su secretario, Joan Ferrer Costa, cierra la puerta de la casa con mucho esfuerzo. También falta aceite en la cerradura. Se oye el mar muy a lo lejos de la triste Pineda de invierno. Joan Ferrer es un hombre reflexivo y se toma su tiempo ante las preguntas: "¿Lo que aprendí de él? Sí, esto: que los fenómenos de una lengua sólo se pueden explicar en relación con los fenómenos de otras lenguas. Y que los hombres sólo se pueden explicar en relación con otros hombres. Y que por tanto es ridículo enfrentar a una lengua con otra y a un hombre con otro. Esto, sí: más de una vez había insistido en ello".

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