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La prosa del mundo

Vicente Molina Foix

Antes de que la técnica -asomando su cara más futurista- modifique el presente, rompo una lanza por el modesto género del diccionario. Mañana miércoles se presenta en las salas de la alta institución el CD-Rom de Autoridades de la Biblioteca Nacional, que como ustedes ya sospechan no es un Who is who de los bibliotecarios de mayor rango en el escalafón sino algo más sesudo y filológico. Y algo cuya propia dimensión lo hace ya inabarcable o farragoso para la mano que mueve la página; todo lleva a pensar que en el futuro la referencia será informática o no será.Un pensador sensato y poco dado a los apocalipsis ha hecho esta proposición: por mucho que se avance en los inmateriales, el libro no perderá su estado, su estatuto, su papel, quedando, eso sí, circunscrito a la poesía de la escritura, al tipo de obras que, como la novela, el verso, el ensayo imaginativo o aforístico, exigen vuelo, tiempo, contacto, fijación. La prosa de los mundos que no están en ése -historia, economía, enciclopedias, ciencias- quedaría, al contrario, a merced del inasible reino del disco duro. Mientras llega el día en que los poseedores del Oxford en 16 tomos comprimidos en dos altos volúmenes que hay que leer con lupa (incluida, con eficiencia británica, dentro de un estuche acoplado a los libros) no tengamos que pasar a la pantalla, disfrutemos de este lado más oscuro del espejo.

En España ha habido siempre, creo yo, un desdén o recelo hacia los utensilios impresos de consulta, quizá por nuestra inveterada tendencia a la genialidad improvisadora o tal vez por un reflejo condicionado de lo mal que se pasa esperando "pasar consulta" en el dentista. Hay que ser más humildes, o más sinceros, como lo fue el escritor Anthony Burgess, quien decía haber encontrado el 80% de su sabiduría verbal y sus conocimientos generales en los diccionarios. La. grandeza del diccionario enciclopédico está no sólo en su papel de útil sino en el genio de su figura; como al hombre, le motiva la curiosidad, que a tantas glorias y fracasos nos ha llevado, y hay en su ambición acumulativa y apodíctica un claro reflejo de ese deseo humano de quedar. La gran limitación de su destino, el envejecimiento de sus datos, también la compartimos. ¡Lástima que no se haya inventado aún la edición corregida y aumentada de nuestros cuerpos demodés!

El parque de las obras de referencia en español que aún viven en los lomos de un libro ha mejorado mucho, pero yo quiero hablar de la tarea que un solo individuo pertinaz y fiable ha emprendido en el terreno del libro cinematográfico de consulta con resultados que no puedo por menos que calificar de titánicos. Me refiero a Augusto M. Torres, crítico que ustedes pueden leer con frecuencia en estas páginas, novelista audaz y sigiloso, realizador de cine intermitente, productor de vanguardia cuando eso existía, hombre, por consiguiente, que tendría ganada su entrada en el cielo de cualquier diccionario fílmico pero que -más modesto- se limita a confeccionarlos. Autor de casi 20 libros de cine siempre bien informados e informativos, reedita en estos días (con ampliaciones) su imprescindible Diccionario del cine español, pero no contento con su trabajo de hércules de lo hispano, M. Torres presenta simultáneamente un libro Diccionario Espasa Cine, cuyo peso no cabe en una mano ni su saber -diríase- en una sola cabeza. Y ahí está, sin embargo. Fácil de usar por su orden alfabético y su completo cruce de referencias, asombroso -en un país donde muchos libros han figurado en el índice pero pocos lo llevan- por sus 300 páginas de índices onomásticos, idiosincrásico, aunque no caprichoso, en las opiniones y (contadas) ausencias, este macrovolumen que engloba a directores, películas e intérpretes de toda la historia del cine, revela que la sabiduría puede no estar reñida con la más alta clase de justicia. Yo no sé si en la prosa utilitaria de estos grandes libros de M. Torres se filtra la poesía del séptimo arte, aunque creo que sí; no me cabe duda, por el contrario, de que gracias a él la memoria artística de un país que hace gala de desmemoriado se enriquece con sus antídotos para el olvido y el rescate de grandes olvidados.

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