Un catalán en mi recuerdo
Mi relación con Joan Coromines data de la primavera de 1928, cuando él tenía 23 años y yo acababa de cumplir los 20. Nos conocimos en el Centro de Estudios Históricos, situado entonces en un hotelito de la calle de Almagro. El encuentro fue en el despacho de don Ramón Menéndez Pidal. Coromines acababa de dar fin a su tesis doctoral, que versaba sobre el habla del valle de Arán; el reciente doctor estaba en relación con los lingüistas suizos Jaberg, Jud y Steiger. Yo, recién terminada mi licenciatura, iniciaba mi aprendizaje filológico guiado por don Ramón. La relación de los filósofos castellanohablantes con los catalanes era muy cordial: no se había olvidado el manifiesto suscrito por intelectuales reunidos en Madrid años atrás defendiendo la lengua y cultura catalanas, amenazadas por la dictadura de Primo de Rivera. Una vez doctorado, Coromines volvió a Barcelona y a sus estudios de onomástica catalana.Terminada la guerra civil, supe que Coromines, exiliado, enseñaba en la universidad argentina de Cuyo, Mendoza. Allí no interesaban la lengua ni la literatura catalanas, y Coromines había tenido que dedicar su mucho saber e inteligencia a la lingüística castellana. Los Anales de Cuyo que fueron llegando a España fueron aquí la gran sorpresa, anunciadora de lo que años después, enseñando en Chicago, había de ser el asombroso Diccionario crítico etimológico de la lengua castellana, que se empezó a publicar en 1954 y después fue ampliado por el Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico, con ayuda de José A. Pascual (1980-1991). Durante una estancia mía en la Universidad de Madison (Wisconsin), mi mujer y yo tuvimos ocasión de ir a Chicago y visitar sus museos en compañía de Coromines: Fue en el curso 1959-1960. Años más tarde, vueltos a España, supe que en un congreso de filología románica que se celebraba en Barcelona había habido una sesión solemne en la que Coromines y otros lingüistas catalanes hicieron oír en voz muy alta "¡visca Catalunya lliure!". El gobernador de Barcelona, al saber que Coromines tenía pasaporte norteamericano, decidió su expulsión a Francia. Una hermana de Coromines me hizo saber lo ocurrido por si yo, entonces secretario de la Real Academia Española, podía conseguir que se autorizara el regreso de Joan. Así lo hice, ponderando la deuda que los castellanohablantes teníamos con el expulso; y el gobernador, sin duda impresionado por el membrete de la academia, autorizó el regreso.
Reinstalado en Cataluña, Joan Coromines continuó su tarea filológica con ejemplar tesón. Dos huecos significativos dejó en sus prodigiosos diccionarios: no incluye los adjetivos catalán ni español. Ignoro por qué no discute las etimologías que con mayor o menor duda se han propuesto para catalán, y sospecho que la ausencia de español se debe a que en su origen designó a los hispano-godos, que, al ocupar los musulmanes el noreste de la Tarraconense, se refugiaron en la marca hispánica carolingia, donde fueron designados hispanioli. Sí, los primeros en llamarse españoles fueron catalanes. Y español de primera ha sido nuestro admirado y llorado Joan Coromines.
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