11 platos, 11 vinos y ni un ministro
Hace ya un par de años que un viticultor de lo más fino y moderno que hay en España, Carlos Falcó, marqués de Griñón, respondió vertiginosamente a un planteamiento que yo le hacía quizá ingenuamente. Dada la importancia económica y cultural en definitiva del vino en España, "¿no tendría que haber un ministro del vino o cosa parecida?", interrogué. Y él, como un resorte, sentenció: "Ministros, entre menos mejor".Y aquella anécdota rebrotó en la memoria anteayer, al final de la celebración de la denominada "cena de los 11 vinos", con los 11 platos correspondientes, claro. Ya va para cuatro años que estas cenas de 100 personas, diferentes en cada ocasión, se celebran cuatro veces al año, al inicio de cada estación. La ambición de tales jolgorios es elemental: dar a conocer el vino, incitar a la gente a interesarse por el vino, hacer la pedagogía posible sobre algo que rezuma ignorancia y desinterés en la gente y en los altos poderes que quizá podían hacer algo provechoso para sus votantes y no votantes. Paradójicamente, siendo España uno de los grandes países de vino del mundo, por calidad y cantidad (se supone que el otro es Francia, ya que Italia, más productor que España, no alcanza la calidad de sus dos vecinos mediterráneos), el desinterés por el vino es ejemplar, aunque, como en todo en la vida, se avanza.
La idea de los festejos es de una agencia de comunicación y de un restaurante que, como por arte de magia, se llama Cuatro Estaciones. Pero los que llevan el peso son los viticultores de la geografía del vino español; en cada cena, 11 cosecheros ofrecen 11 vinos de una calidad y, además, cotizan la cena de los invitados. El otro día, como ejemplo más cercano, los 11 platos, para degustar los 11 vinos, se abrieron camino con cosillas, aceitunas o almendras para degustar el cava de Freixenet. Y ya en la mesa, todo el mundanal susurro de los cien abrió boca con tartar de dorada, lentejas marineras, y siguieron los arenques en salsa de berros, y el medallón de rape, costilla de cordero, turnedós de ciervo, pavo relleno de delicias navideñas, tartita de manzana, helado de vainilla y foie-gras. Cuantitativamente puede parecer exagerado, pero cualquier comensal con un kilo de hambre, al final no tiene más remedio que pedir un bocadillo de jamón.
No podía ser por menos cuando de entrada se lee uno la carta de los vinos: después del cava, champán Henri Abelé; vino blanco del somontano de la mítica uva Chardonnay; un vino de La Mancha, región que empieza a amancebarse con el vino que sabe a vino, como éste que le nombran Castillo de Alhambra. El también ya célebre del Priorato, Dofi de Álvaro Palacios, un chaval de ésos que le hacen falta a España para que le venda el vino al mundo entero. A renglón seguido, el barón de Chire, una cima de La Rioja, antes de repicar las campanas cuando se abrió la botella de Pérez Pascuas, un nuevo vino de la bodega Viña Pedrosa de Ribera del Duero. Y luego a lamer los labios con el Pedro Ximénez Noé, una locura de la sabiduría del triángulo jerezano El Puerto-Jerez-Sanlúcar. Y más dulce, de otro talante de ligereza: el Casta Dirá alicantino; y un brandy, Casajuana, de Tomelloso, para inclinarse. Y todo, antes del café y el Davidoff, el puro que aman los que lo aman y que por nada renunciarían a su aroma a tabaco y a miel y a hongos frescos y al suavísimo humo azul que de ellos se evade, elegante, como para presentarse en sociedad; fue cuando pensé que tanto gusto no es ministrable.
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