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Muti abre la temporada de La Scala con 'Armide', ópera casi desconocida

Esta importante obra de Gluck no se veía en el gran teatro milanés desde el año 1911

Riccardo Muti volvió a arriesgar e inauguró su décima temporada como director musical de La Scala de Milán con una ópera casi desconocida, Armide, de Cristoph Willibald Gluck, de la que sólo hay grabada una versión y que no se representaba en Milán desde 1911. El éxito fue notable, gracias en buena parte a una imponente puesta en escena del especialista en ópera barroca Pier Luigi Pizzi.

Muti, que tiene fama de que le gusta castigar al público de la prima de La Scala, arrancó la obertura sin preocuparse del encopetado público que todavía se arrastraba por los pasillos hacia unas butacas que cuestan, en esta noche excepcional, la friolera de unas 135.000 pesetas. A ese público de potentados y celebridades, que va de la premio Nobel Rita Levi Montalcini al modista Gianni Versace, Muti le ha dado en los últimos 10 años seis títulos extranjeros. Suficiente para empezar a temer que La Scala ha dejado de hablar italiano y para que más de uno llore la ausencia de Radamés o Rodolfo. Pero la elección de este año es difícilmente discutible: Armide es una de las obras maestras de la lírica de todos los tiempos. El enorme atractivo de esta ópera de Gluck, mucho más conocido por su Orfeo, no es puramente histórico, pues encierra pasajes inolvidables y su enérgico final es uno de los más bellos de la historia de la ópera. Armide data de 1777 y es escasamente melódica aunque toda ella esté penetrada por el melodismo virtuoso del autor, alemán maestro en ópera italiana, antes de irse a Francia a romper con las convenciones del barroco.

Una característica esencial de la música de Armide es su claridad, su pureza limpia y sencilla, que no fue lograda plenamente en esta inauguración de La Scala debido a algunas durezas del coro y a defectos en su coordinación con la orquesta, sobre todo en el primer acto. Otra, es el equilibrio vocal de un reparto que no favorece a los divos pero requiere una docena larga de cantantes capaces.

También en este aspecto vocal dejó algo que desear la representación del sábado, porque, junto a una mezzo joven y excelente como Violeta Urmana o una soprano prometedora como Cristina Sogmaister, el largo plantel de secundarios incluyó cantantes que no pudieron sacar todo el partido a sus papeles.

Anna Caterina Antonacci, importante soprano boloñesa de voz ambigua que se extiende hacia la de mezzosoprano, fue una Armide cálida y musical, pero no siempre controló la dicción ni logró dar el brillo adecuado a sus agudos, y llegó a la escena final sin la fuerza que merece. Vinson Cole es buen tenor lírico, pero su Renaud abusa del falsete.

El montaje de Pizzi sigue el estilo barroco del libreto de Philippe Quinault, el mismo sobre el que Jean Baptiste Lully compuso su Armide un siglo antes que Gluck, y contrasta con el sobrio clasicismo que Muti hace emanar del foso. El espectáculo es colorido e impresionante. Abundan citas pictóricas en bellas ampliaciones de detalles de cuadros del XVII y en los telones móviles que construyen la acción en un marco redondo u ovalado. La joven Alessandra Ferri baila entre artilugios mágicos y elementos arquitectónicos imponentes la misma danza que Mata Hari interpretó en la representación de Armide de 1911. Pero el desarrollo escénico de la producción actual culmina en un segundo acto que absorbe los hallazgos más brillantes.

El publico de lujo no se entretuvo más de cinco minutos a aplaudir el final de esta obra, que habla directamente del miedo al amor y a uno mismo, del refugio en el deber o el trabajo como medio para preservarse. Los pisos más altos aplaudieron con ganas a Muti y a toda la compañía durante 16 minutos.

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