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'Latin lovers'

Vicente Molina Foix

Llevaban un bigote negro o sonreían mucho; algunos las dos cosas al mismo tiempo. En sus rostros las emociones eran muy claras, como en el arte de la pintura románica: una larga sonrisa de parte a parte, un entrecejo fruncido, tan negro o más que el bigote, y la fila de dientes, en ambos casos blanquísima. Les importaba el cine norteamericano, como a reses del género semental que cruzaba con alguna de las más opulentas estrellas de su ganado propio, aunque a menudo estos fogosos hombres del Sur perdían al final de la peli a la chica o se perdían ellos en el camino de una bala o un galán rubio y hogareño. México y Argentina dieron los más conocidos seductores o malos latinos de los años cincuenta y sesenta, Fernando Lamas, Pedro Armendáriz sr, Gilbert Roland, Ricardo Montalbán, pero ya en el cine mudo existió el estilo italiano de Rodolfo Valentino y hoy tenemos nosotros bien colocado a Antonio Banderas, que quizá un día demuestre allí lo gran actor que era aquí.En cuestiones cinematográficas, los extranjeros hemos sido y seguimos siendo un poco latin lovers del aparato de Hollywood, que tiene, además de un gusto amplio en físico y edades, un apetito erótico insaciable. Como no es practicable que los Estados Unidos nos traslade a todos allí, el aparato dispone de sucursales en cada país que alimenta con la materia prima de sus fábricas de sueños, primorosamente enlatada y traducida al idioma local, si bien no siempre la calidad del producto está en consonancia con los oropeles del merchandising. De vez en cuando, el gran padre-patrón premia a sus fieles consumidores aceptando de igual a igual en sus filas a un director o un músico de ultramar -no es obligatorio en tales casos el gran bigote ni la brillantina del pelo-, que desde la mecca hollywoodiense actúa corno reclamo o faro o prueba muy tangible de lo que es triunfar de verdad.

La imagen que el cine norteamericano lleva 80 años dando de los hispanos es tan intensa que ha calado, y no es raro que a la hora de entrar en las salas de exhibición el espectador chileno o murciano prefiera hacer el gasto en una trepidante nadería yanqui antes que verse a sí mismo en una película chilena o española mugriento y bigotudo, caliente de sangre y frío de ideas, disfrazado de revolucionario con cananas, torero visiblemente viril o mujer de trenza azabache. Incluso cuando las evidencias lo contradicen, como se pudo comprobar en Huelva la semana pasada, dentro del Festival de Cine Iberoamericano, yo fui preguntado en más de una ocasión si no estaba harto de películas sandinistas o sainetes mesetarios. ¿Cómo explicar que entre las 16 películas a concurso -y las había buenas, malas y regulares, en una proporción no muy distinta a la de otros festivales menos específicos- se vieron excelentes comedias urbanas, fantasías de ciencia-ficción, thrillers, parábolas ingeniosamente políticas y hasta algún que otro drama histórico con cañones que no sonaban mal? Ésa es la gran segunda dificultad de los empobrecidos pero cada día más dignos cines del área iberoamericana. La primera es industrial y artística, un terreno donde las necesarias medidas de protección estatal se han de unir a un rigor creativo que aún se echa en falta demasiadas veces. Lo terrible es que la segunda escapa de las manos responsables de la propia producción cinematográfica; en Huelva se reunieron productores de muchos de esos países y las altas instancias del cine español, y se habló de coproducciones, de la creación de un "espacio general" donde poder difundir las películas de habla hispana, de la ruptura del "cuello de botella" con el que se encuentran los directores iberoamericanos a la hora de distribuir sus obras frente al oligopolio de Hollywood. Todo eso ocurría mientras la Unión Europea, con el ferviente apoyo de nuestra privatista y mercadista ministra de Cultura, se ha rendido en la lucha de la "excepción cultural" para nuestros productos audiovisuales. Pero apenas se ha oído la voz de alarma y protesta (Juan Cueto lo señalaba en solitario hace diez días en este periódico). Será que los cineastas españoles están dándose brillo al bigote, firmes en la esperanza de sus poderes de seducción. Si les va mal de latin lovers siempre pueden lanzarse a conquistar las Américas en plan de visionarios o guerrilleros locos. Como Aguirre. Lope de Aguirre, claro.

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