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Tribuna
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Congresos

Nutrida oferta la de este otoño para quienes se atreven todavía con las ideas. Y no sólo por la caída, tan copiosa como las de las hojas, de novedades editoriales. También, y ante todo, por esa otra amable marejada de proposiciones a participar en miles de actos culturales. De entre éstos destacan los congresos. En el campo que aborda y analiza esta columna literalmente nos enfrentamos al desbordamiento. Tan sólo en Madrid y durante los últimos 15 días-se han celebrado, o están en curso, nada menos que cuatro congresos relacionados con el ambiente. En las mismas fechas, a escala estatal, hemos detectado una veintena y seguramente que se nos han escapado algunos.Tantos y tan ambiciosos simposios han dejado pocos resquicios sin una ponencia con ánimo desentrañador. No menos profusos han sido los enfoques y los análisis. Desde las autoconcesiones de eficacia y brillantez de la Administración, hasta algunos despropósitos de la misma y de los ecologistas. Y desde la reclamación de que está casi todo por hacer a cómo ir parcheando torpemente las peores enfermedades de nuestro derredor.

En cualquier caso más lo bueno que lo regular o malo. Cuantiosas y correctas han sido, por ejemplo, las conclusiones del encuentro de la semana pasada para estimular la recuperación del más singular patrimonio común: nuestras cañadas reales. El proyecto 2001 insta a los responsables a no seguir instalados en la indiferencia hacia la más vasta red de corredores biológicos que existe en el mundo. Nuestros 180.000 kilómetros de cañadas son un auténtico regalo de la historia: uno de los pocos que en lugar de hipotecar los valores ambientales los conserva y potencia. Una vez más la privatización amenaza.

La tecnología ambiental para la limpieza de los grandes procesos de contaminación acaba de ser presentada y debatida en el parque ferial Juan Carlos I de Madrid. Una de las aliviantes conclusiones de ese evento es que el sector sigue literalmente imparable y que es uno de los más dinámicos de nuestra economía. Casi extraña que haya algo sucio por ahí. Y quedan montañas por limpiar.

Pero es que, a pesar del alto nivel que está alcanzando el sector teórico y no digamos el demagógico político, la realidad demuestra que el ambiente sigue manchado.

De poco sirve, como ya se ha dicho, tener miles de normas cuando todavía no se cumple ni por el forro con el artículo 45 de nuestra Constitución. Aquél de que tenemos derecho a un ambiente sano y el deber de conservarlo. Sabemos que tras el código de la circulación y las obligaciones fiscales son las leyes de protección ambiental las que menos se cumplen. Y el principal infractor sigue siendo la Administración. Porque se continúa esquilmando acuíferos y contaminándolos. No digamos la ininterrumpida presión urbanística sobre costas y hasta parajes protegidos. El plan hidrológico es algo tan urgente que no tiene fecha. Sin control deambulan por ahí más del 80% de los residuos tóxicos y peligrosos. Tampoco hay destino todavía para los nucleares. Nimio resulta el acceso de los ciudadanos a la información delicada en relación con el medio ambiente. Las normativas sobre impacto ambiental son un precioso objeto decorativo que todavía las Administraciones ni siquiera desempaquetan para lucirlas en alguna de sus galerías de trofeos. Es más, apenas se controla la más grave enfermedad ambiental: la contaminación de los aires. Tampoco los medios de comunicación van a quedar al margen de una múltiple mirada escrutadora que va a trabajar esta semana.

Porque de todo eso y mucho más están debatiendo casi 1.500 personas en el III Congreso Nacional de Medio Ambiente. Que como todos culminará marcando, en esa suprema abstración que son las buenas intenciones, una ruta. Esperemos que no tan vacía como las anteriores, aunque sabemos que recorrerla resulta imposible sin la hoy más debilitada actitud humana, el compromiso. Es decir, vivir de acuerdo con lo razonado como necesario para la mayoría.

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