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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Transición rumana

¿ES EL final de la transición o, simplemente, un movimiento de péndulo? El líder conservador Emil Constantinescu, lanzado a la arena política hace cuatro años, se impuso el domingo pasado en la segunda vuelta de las presidenciales rumanas sobre el titular en ejercicio, el ex comunista Ilie Iliescu, que gobernaba desde la muerte del dictador Nicolae Ceausescu en 1989. A juzgar por el entusiasmo.y los eslóganes de los partidarios del vencedor, líder de la Convención Demócrata, que pregonaban el comienzo de la verdadera democracia y brindaban alborozados en las calles de Bucarest por la segunda caída de la dictadura, diríase que se trata de lo primero: la culminación de la transición. Es cierto, en cualquier caso, que Iliescu fue comunista ortodoxo, aunque peleado con su patrón, hasta el último momento posible. Para muchos rumanos, Iliescu secuestró la revolución de 1989 para acabar instalando un aparato de poder que protegiera los intereses de la vieja nomenklatura, con cuyos supervivientes ha gobernado al frente de la Democracia Social de Rumania, un partido de base clientelista. Durante estos años la corrupción ha sido rampante y la economía ha ido de mal en peor, con una inflación incontenible. La aproximación a Europa, tanto la militar de la OTAN como la política y económica de la UE, ha sido virtualmente imperceptible.

En ese sentido, es cierto que Rumania recibe ahora una nueva oportunidad y que la coalición que ha llevado a la presidencia a Constantinescu -coalición de la que forma parte la Unión Socialdemócrata de Petre Roman, que había quedado en tercer lugar en la primera vuelta- representa un cambio radical. Pero el propio Roman declaraba hace poco a este periódico que desconfiaba de la capacidad de liderazgo del ahora ya nuevo presidente. Constantinescu ofrece, además de las promesas de acabar con la corrupción, un programa de privatizaciones, de apertura a la inversión exterior y de decidida aproximación a Europa, con lo que aspira a demostrar que la transición ha concluido de verdad.

Dicho esto, probablemente sería suponer un cálculo excesivo al electorado rumano estimar que no votó también por un cambio de equipo, cualquiera que éste sea. En otros países del Este se sostienen los ex comunistas, como en Polonia -bien que consistentemente convertidos a la economía de mercado y al ingreso en la OTAN- o en Eslovaquia y la nueva Yugoslavia, en este caso con serias limitaciones a la libertad de expresión.

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El votante rumano, por tanto, habrá obrado, seguramente, por una mezcla de motivaciones, pero siempre bajo los auspicios de la necesidad de cambio. La transición dejaba tanto que desear hasta ahora que el péndulo tenía que actuar en todo caso. Tras su victoria, con un 54% de sufragios, Constantinescu gobernará, como ya ha dicho, en coalición, muy probablemente con el auxilio del disciplinado partido de la minoría húngara, que le ha votado en masa. En los próximos días decidirá el nombre de su primer ministro de una tema en la que algún dirigente democristiano o el actual alcalde de Bucarest, Victor Ciorbea, son los mejor colocados, y posiblemente nombrará a su aliado Roman presidente del Senado. Esta segunda oportunidad de la transición en Rumania topará con todas las dificultades de un país empobrecido por la megalomanía de lo que no sólo fue una dictadura comunista, sino la dinastía de los Ceausescu, y cuyos circuitos comerciales con la antigua Europa del Este no existen o no sirven para nada. Esta tiene que ser la buena. Si no fuera así, la situación rumana sería una transición sobre el propio terreno.

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