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ELECCIONES EE UU 1996

Clinton, un hombre común

Antonio Caño

A comienzos del otoño de 1995, Bill Clinton estaba otra vez en pleno proceso de redefinición. La victoria del Partido Republicano en las elecciones para el Congreso, ocurrida hace poco menos de un año, había barrido con todas las iniciativas de la Casa Blanca. Las tropas de New Gingrich dominaban Washington, y el presidente había quedado aislado en el Despacho Oval, sin misión que cumplir, sin mensaje que transmitir, olvidado, acosado, contando los días que faltaban para empaquetar sus cosas y regresar a Arkansas.En ese tiempo, Bill Clinton pasaba muchas horas en soledad. Había perdido la confianza en sus principales colaboradores, se concentraba en lecturas y buscaba interlocutores nuevos que pudieran darle esa chispa de inspiración que precisaba para prenderse de nuevo. Desde su hogar en Connecticut, Dick Morris, el célebre asesor que arruinó su carrera por una prostituta el pasado mes de agosto, tomaba ya las medidas para el traje del nuevo Clinton, que seguía obedientemente sus consejos sobre lo que tenía que decir y lo que tenía que hacer para volver a encontrar su espacio en este mundo.

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Clinton reaccionaba bien. El desorden de los primeros meses se iba corrigiendo. Los errores empezaban a ser más infrecuentes. Pero el presidente norteamericano se encontraba sin alma, sin la energía vital que constituye su principal capital político.

El portavoz de la Casa Blanca, Michael McCurry, ha contado que, por entonces, Bill Clinton estaba gran parte del día y de la noche colgado al teléfono en conversaciones que eran mitad confesión y mitad sesión informal de psicoanálisis. En una de esas llamadas, Clinton pidió a sus colaboradores que le marcasen el teléfono de un hotel de San Diego donde dormía Ben Watternberg, un columnista de corte conservador que acababa de publicar un libro titulado Los valores que más importan. Clinton había leído el libro ese mismo día y había encontrado en él juicios que le conmovieron sobre la decadencia de la sociedad norteamericana y la crisis de la sociedad del bienestar.

En un insólito rasgo de sinceridad, el presidente reconoció en su conversación con Wattenberg lo mucho que se había equivocado en sus primeros años en la Casa Blanca. Le dijo al columnista que se había comportado como un primer ministro, no como un presidente, que había querido estar encima de todo, sin orden ni criterio. Admitió que había actuado con tanta ansiedad para resolver los problemas existentes que se había desorientado filosóficamente. Confesó que, de repente, se había encontrado sin rumbo, navegando a la deriva.

Bill Clinton le contó a Wattenberg que se había perdido en los pequeños detalles de la tarea de gobierno, y que no había sido capaz de utilizar la presidencia para mostrarle al país una visión. Le explicó que tampoco había cumplido con la promesa de actuar como un nuevo demócrata, y que, presionado por los congresistas de su propio partido, se había alejado del centro.

El inquilino de la Casa Blanca le anticipó al columnista, en definitiva, sus ideas sobre lo que sería la segunda parte de su presidencia.

Watternberg escribió después: "Para alguien, como yo, que se ha pasado los últimos 20 años diciendo que los demócratas son incapaces de hacer algunos progresos hasta que reconocen que se han equivocado, fue un verdadero placer escuchar todo eso".

A diferencia de otros grandes políticos, Bill Clinton no ha tenido nunca grandes problemas para reconocer que se ha equivocado. Lo hizo, por primera vez, cuando perdió en 1980 su primera reelección como gobernador de Arkansas, y la última, ya en su último año de gestión en Washington, cuando admitió en un discurso que había subido demasiado los impuestos en 1993.

Algunos dicen que esa facilidad de Clinton para reconocer sus errores se debe, simplemente, que no es un gran político en el sentido tradicional, sino un ciudadano corriente que duda y tropieza en su oficio como cualquiera lo hace en el suyo. Otros atribuyen esa cualidad del presidente a su vocación camaleónica, a su tendencia a abandonar principios para camuflarse del color dominante.

Bill Clinton tiene la virtud o el defecto de prender siempre la satisfacción de la mayoría. Lo hace por oportunismo o por honestidad, o por las dos cosas al mismo tiempo. No es -por lo menos no lo es ahora- un líder visionario que se marque metas ambiciosas y transformaciones de largo plazo. Es un político a ras del suelo, muy sensible a las demandas populares y con un instinto extraordinario para corregir el rumbo en la medida en que esas demandas varían.

Por eso, sus primeros cuatro años en la Casa Blanca han sido un continuo zigzag, peor tolerado por los analistas que por el público. Y por eso también es difícil de predecir el Clinton que veremos a lo largo de los próximos cuatro años.

La primera presidencia de Clinton ha dejado una obra en la que se confunden principios del Partido Republicano, como la ley para acabar con la asistencia pública (welfare) y la lucha contra el crimen, con principios del Partido Demócrata, como la defensa del aborto y de los programas de discriminación positiva (affirmative action).

En la faceta personal se han alternado los momentos dolorosos de la investigación del escándalo Whitewater y la denuncia de Paula Jones por acoso sexual con gestos de gran inspiración, como su actuación tras el atentado de Oklahoma o su defensa de los principales programas sociales.

Todo ello ha dejado la imagen de un hombre muy contradictorio pero atractivo, un político ambicioso pero humano, un presidente poco fiable pero también entrañable y próximo.

Para los miembros de su generación, los llamados baby boomers, es uno más, con todo lo bueno y lo malo que supone tener a uno como nosotros en el cargo más importante de la nación. Otros muchos norteamericanos lo ven, sin embargo, como un presidente sencillo que se ha esforzado por hacer las cosas bien, aunque no siempre le hayan salido. Lo más sintomático es su fuerte apoyo entre las mujeres, que son las que mejor han valorado esa parte cordial y humana de Bill Clinton.

Uno de los modernos intelectuales norteamericanos, el profesor de la Universidad de Chicago Mihaly Csikszentmihalyi, que ha escrito sobre la psicología como instrumento para la máxima realización, sostiene que los líderes actuales tienen que reflejar el común denominador de las sociedades, no sus aspiraciones inalcanzables. "Los votantes dicen que quieren una sociedad llena de virtudes, pero a la hora de escoger un líder optan por aquel que simplemente batalla por ellas", ha escrito en el semanario Newsweek. Si eso es así, Clinton es el reflejo de la sociedad norteamericana de hoy, en plena lucha entre el mantenimiento de sus virtudes tradicionales y las incertidumbres que el futuro presenta.

En la celebración de su 50º cumpleaños, el verano pasado, Hillary tiró la casa por la ventana para preparar a su marido una fiesta millonaria en el famoso Radio City Music Hall de Nueva York. Cuando el presidente subió al escenario, alumbrado por un potente foco y con la clásica música de felicitación como telón de fondo, sus primeras palabras, antes de reflexionar sobre el drama de sobrepasar el medio siglo de vida, fueron:

"Esto es mucho más de lo que merezco".

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