El deslizamiento
El Pleno de la Sala Segunda del Supremo resolvió anteayer, después de escuchar los alegatos del fiscal, la acción popular, las acusaciones privadas y la defensa de varios procesados, desestimar el recurso de apelación contra el auto con que el magistrado instructor del sumario Marey había rechazado la citación de Felipe González, Narcís Serra y Benegas para deponer en la causa. La circunstancia de que la decisión haya sido adoptada por seis votos contra cuatro tras varias horas de deliberación brinda a sus más airados críticos la oportunidad de subrayar la división interna del tribunal; la regla de la mayoría, sin embargo, fue creada para dirimir conflictos cuando no es posible la unanimidad: la puesta en cuestión de ese procedimiento de arbitrar disputas haría imposible el funcionamiento no sólo del sistema democrático y del Estado de Derecho, sino también de la mayoría de las instituciones sociales.Aunque la formidable presión ejercida sobre el Poder Judicial en los últimos días por algunos medios de comunicación -convertidos en punta de lanza de la cruzada antisocialista- tenía como principal objetivo que Felipe González fuese llamado a declarar en el sumario Marey, esa desmelenada ofensiva aprovechó también el viaje para deslegitimar por anticipado la eventual desestimación del recurso, El ventajismo de jugar con cartas marcadas aseguraba ganancias en ambos tapetes: si el ex presidente del Gobierno hubiese sido citado a declarar, la medida habría sido aclamada como una sabia decisión del Tribunal Supremo en tanto que institución merecedora de los máximos elogios por su imparcialidad e independencia; al ser denegada la petición, sin embargo, el fallo pasa a ser fruto de seis magistrados con nombre y apellidos animados por sospechosos y oscuros móviles. Pocas veces las maniobras para instrumentalizar una decisión judicial al servicio de un objetivo político han sido tan obscenas: sin conocer todavía la fundamentación sobre la que descansan tanto la resolución adoptada como los votos particulares, no faltan ya quienes den por descontada la mala fe prevaricadora de la mayoría de los magistrados de la Sala Segunda.
Los partidarios de que Felipe González fuese llamado a declarar por el Supremo restaban importancia a la citación con el argumento de que tal paso no implicaba ni su procesamiento ni menos aún su condena. En teoría, la relativización de ese trámite es correcta; sucede, sin embargo, que la Junta de Fiscales sentó la doctrina según la cual resulta necesario solicitar autorización de las Cámaras no sólo para procesar a los parlamentarios aforados en el Supremo, sino también para tomarles declaración si existe el riesgo de que su deposición pudiera dar lugar a su inculpación. Dejando a un lado a los expertos en enjuiciamiento criminal, el ceremonial parlamentario del suplicatorio y la posterior comparecencia del diputado Felipe González ante la Sala Segunda hubiesen sido percibidos socialmente como una forma debilitada de procesamiento e incluso como un ensayo general del juicio oral: no hay que ser demasiado malicioso para sospechar que los más entusiastas partidarios de que el ex presidente declarase ante el Supremo querían provocar mediante la resonancia del suplicatorio ese insensible deslizamiento desde la citación testifical hasta la inculpación, el procesamiento y la condena.
La decisión de la Sala Segunda no significa que Felipe González no pudiera ser llamado más adelante como imputado en el sumario Marey o en cualquier otro procedimiento relacionado con el caso GAL si apareciesen nuevos elementos probatorios. Esa ominosa eventualidad puede desempeñar en la política española un papel similar al memento moris con que los predicadores aterrorizan a sus feligreses: un recordatorio judicial capaz de mantener a los socialistas maniatados durante varios anos por la inquietante expectativa de que su secretario general y candidato presidencial termine compareciendo ante los tribunales.
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