Así no
No sé si exagero, pero creo que en el Congreso de los Diputados cada día es mayor el número de diputados que dudan sobre la veracidad de lo que están diciendo, votando y aprobando. En general se percibe en el fondo de muchas intervenciones un no sé qué de incertidumbre, de rebelión larvada, y de aceptación pasiva de conceptos y principios que se defienden formalmente, pero de los que no se está plenamente convencido.Sin duda, me dirán que esto es falso, y reconozco que puede serlo porque sólo habló de una impresión, de un dato casi olfativo, no de una certeza. Pero en, esta legislatura no es la primera vez que tengo esta sensación, y creo que no va a ser la última, porque entre los grupos parlamentarios, y muy especialmente en el grupo del PP, hay un desconcierto cada vez mayor. Lo cierto es que estamos asistiendo a una toma de decisiones sobre grandes problemas de nuestra vida colectiva a base de datos que ocultan otros datos, de discusiones que nos desvían de las realmente necesarias y de métodos más bien pedestres y poco transparentes. En el reciente debate sobre los Presupuestos de 1997 -que, por cierto, fue un gran debate-, los portavoces socialistas Josep Borrell y, Juan Manuel Eguiagaray plantearon este asunto con fuerza pero sin ningún éxito, y las votaciones continuaron sin entusiasmo, como arrastrándose por mera inercia, mientras en algunos despachos se negociaban cosas que la mayoría ignoraba, hasta que el acuerdo nocturno entre el PP y el PNV sobre la transferencia al País Vasco de los llamados impuestos especiales provocó un estallido de imprecaciones, que es lo que acostumbra a ocurrir cuando uno acepta cosas que no están claras, las vota de manera rutinaria y de golpe descubre que otros se han colado sin respetar el turno.
La causa principal de esta preocupante situación es, sin duda, la composición de la actual mayoría parlamentaria. Los parlamentarios del PP están desconcertados porque la mayoría de las decisiones que se toman con, sus votos tienen poco o nada que ver con el programa electoral que les llevó a ganar por la mínima las últimas elecciones. Aceptan la situación porque no tienen otros remedio, pero su entusiasmo es perfectamente descriptible. Algo parecido les ocurre a los parlamentarios de los grupos nacionalistas que hacen mayoría con el PP y que, para superar su, propio desconcierto, se dedican sobre todo a loar las ventajas que cada uno obtiene por su cuenta, al margen de los demás, como precio de su colaboración en las diversas votaciones. Y también hay vacilaciones en la izquierda, en el PSOE e IU, porque en ambas formaciones repercuten las diferencias territoriales. Y así, a trompicones y renqueando, se va pasando la maroma caso por caso.
Cuando no hay otra alternativa, este método de funcionamiento puede solventar cuestiones menores. Lo malo es cuando se utiliza para solventar grandes cuestiones como, por ejemplo, la definición de un nuevo sistema de financiación autonómica. No es de extrañar, por consiguiente, que pase lo que pasa, que el invento rechine y que el necesario, consenso pueda convertirse en un desmadre incontrolable. La financiación de las autonomías es uno de los temas cruciales de la política española. La tan traída y llevada Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas (LOFCA) es tan importante como el título VIII de la Constitución, porque sin una financiación adecuada el sistema de las autonomías difícilmente puede funcionar. Esta ley se promulgó el 22 de septiembre de 1980, o sea, cuando aún gobernaba UCD, y se discutió en un clima de consenso, no exento de tensiones, poco después de la entrada en vigor de la Constitución. Era, por consiguiente, el complemento necesario de lo que establecía la propia Constitución. Esta ley ha presidido los momentos cruciales de la puesta en marcha del sistema autonómico y de la transformación. de un Estado tan centralista y burocrático como el nuestro en un Estado descentralizado y cuasi federal, y hay que decir que, a pesar de sus limitaciones, ha- funcionado bien.
El Gobierno socialista heredó este instrumento legal del Gobierno de UCI) y siguió operando con él. Y cuando llegó a la conclusión de que el propio paso del tiempo había cambiado los datos iniciales y que había que pensar en reformar la ley, se abstuvo de hacerlo o avanzó con infinita cautela porque sabía que, aunque tuviese durante tres legislaturas mayoría absoluta en las Cortes Generales, era necesario alcanzar el máximo consenso con las demás fuerzas para aplicarla, desarrollarla y, en su caso, reformarla. Una ley de estas dimensiones no puede ser instrumento de un partido ni dejar fuera a ninguna fuerza significativa, porque el desarrollo del sistema de autonomías sólo es factible, eficaz y sensato si se basa en un acuerdo general que integre a todas las fuerzas o a la gran mayoría de ellas.
Esto es justo lo contrario de lo que ha hecho el PP. Es cierto que tiene una mayoría complicada y que depende de los votos de tres grupos nacionalistas que no están en la misma onda, no van al mismo ritmo e incluso compiten entre sí. Pero, precisamente por esto, es insensato que se intente reformar todo el sistema de financiación de las autonomías en función de los pactos concretos que el PP ha establecido caso por caso por cada uno de sus socios provisionales. Insensato es también que el propio PP ignore las reticencias de sus propios dirigentes autonómicos y les imponga, en nombre de la autoridad, la aceptación de las reformas y que pase por encima de las objeciones de las tres autonomías gobernadas por el PSOE. Insensato es que intente aprobar la reforma deprisa y corriendo en las Cortes, sin más apoyo que la vacilante cohorte de tres grupos nacionalistas y contra la opinión de dos fuerzas parlamentarias como el PSOE e IU, que juntas suman más votos electorales que los demás juntos. Y es insensato que todo esto se superponga a la dura batalla por cumplir los criterios de Maastricht, porque en estas condiciones va a ser imposible controlar un déficit público partido en tantos pedazos.
Es cierto que en todas las fuerzas políticas hay vacilaciones, dudas, incomprensiones y contradicciones internas. Las hay en el PP, las hay en el PSOE y las hay en IU. A su vez los partidos nacionalistas que actualmente forman mayoría con el PP están en plena crisis de identidad porque nadie sabe ya a ciencia cierta en qué consiste su nacionalismo y su proyecto político y cada vez son vistos más como grupos de presión que como partidos políticos. Pero no sé si todos somos conscientes del clima de inquietud y de desconfianza que se ha creado con los vaivenes de una financiación autonómica que se impone a base de golpes de efecto, de negociaciones poco claras, de guerras de cifras y de polémicas que siempre acaban en lo mismo: yo he conseguido más que éste porque soy más listo; yo he conseguido menos y se van a enterar; yo pago lo que haga falta para obtener los votos que me hacen falta; yo arramblo con lo que puedo ahora que tengo ocasión.
Precisamente por esto, porque hay dudas y vacilaciones e interrogantes sobre la propia identidad, porque hay inquietud y desconfianza, es más necesario que nunca que se busque un acuerdo general, es decir, un acuerdo entre todos para definir el marco, ordenar los objetivos, marcar los ritmos y alcanzar unas metas de manera gradual. Por eso me ha extrañado el coro de improperios con que se ha recibido una propuesta genérica tan cabal y sensata como la de Felipe González cuando ha hablado de la necesidad de pactar todo esto. De hecho, no hay muchas más alternativas: o se busca un acuerdo que ordene el proceso y cuente con el apoyo de la inmensa mayoría o seguiremos el camino actual de broncas, de agravios comparativos, de egoísmos y de peleas de bajo techo que, al final, sólo pueden conducir al desprestigio del sistema y de las fuerzas políticas y aun rechazo del modelo autonómico como modelo de futuro.
Esto es lo que debe preocuparnos. El Estado de las autonomías ha tenido, tiene y tendrá en el futuro muchos problemas, pero ha sido un inmenso paso adelante en la modernización y la democratización de nuestro país. Con las autonomías hay más igualdad entre los territorios y las personas que con el Estado centralista. Por eso no se puede jugar con él, ni minimizarlo en nombre de intereses parciales, ni deteriorarlo en nombre de partidismos estrechos, ni menos reducirlo a una especie de reparto de cuotas territoriales de poder y de recursos. O lo hacemos avanzar todos juntos o no avanzará. Por eso lo que está claro es que no se puede seguir como hasta ahora, o sea, que así no, de ninguna manera.
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