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Un montaje magistral

Uno de nuestros escasísimos artistas actuales con auténtica. proyección internacional, se hacía raro que Juan Muñoz (Madrid, 1953) no exhibiese su obra en Madrid desde hacía ya siete años, justo cuando estaba obteniendo una mayor aprobación en los circuitos críticos y museísticos más exigentes de todo el mundo. En todo caso, esto explica la expectación que ha generado esta convocatoria del Palacio de Velázquez del Retiro madrileño.Lo primero que ha hecho Juan Muñoz es plantearse como una escultura el espacio mismo del Palacio de Velázquez y ha construido a través de él una narración con dos perspectivas que agónicamente representan la existencia: el panorama y el túnel. Nada más penetrar en el Palacio, el visitante, que está previsto, se encuentra con el dilema laberíntico: o se mete por los pasillos-túneles laterales y ha de vivirse a ras de tierra, enfrentándose con lo que se encuentra, o sube por las escaleras hasta el balcón central, que, justo en el crucero de este organismo basilical, domina el gran ágora del mundo como un espectáculo, pero ha de hacerlo desde arriba y al margen de lo que ocurre a sus pies; en definitiva: o no vive más que lo que ve o abarca visualmente todo lo que no puede vivir.Dilemas

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La primera antológica del escultor Juan Muñoz transforma radicalmente el Palacio de Velázquez

Estos dilemas agonistas han alimentado siempre la obra de Juan Muñoz, que ya utilizó en su primera exposición el tema del balcón, como un privilegiado lugar de observación, así como las pequeñas figuras-fetiches, que luego se convirtieron en formales muñecos ventrílocuos, figuras-peonzas o arrugados personajes grandeur nature, que pueden adoptar las más variadas posturas sin cambiar de expresión. La filiación dramática de este absurdo existencial está clara y el propio Muñoz la ha hecho explícita: Eliot, Beckett, Pinter...

Pero el problema, artísticamente hablando, no es lo que piensas o sientes, sino cómo lo representas o escenificas. Desde este. punto de vista, creo que Juan Muñoz ha realizado un montaje magistral a partir de una patética historia existencial: la de nuestra soledad. La ha sabido graduar con eficacia: te ves involucrado en una secuencia de imágenes negras de ámbitos domésticos vacíos -salas de estar- o de fragmentos de órganos sensoriales -bocas, ojos, orejas-, a partir de las cuales te vastopando con la presencia dramatizada de figuras tridimensionales estáticas o dinámicas, hasta invariablemente concluir frente a sendos espejismos, a partir de los cuales debes desandar por fuerza lo andado. Y si no, ya sabes que te puedes asomar al balcón y contemplar el mundo, esa gran plaza blanca de pavorosa luminosidad.

Claustrofobia-agorafobia, sí, pero muy bien graduada la historia en sus espacios, con sus cortacircuitos de humor o con su encabalgamiento de imágenes en perspectiva- rasante, con su dosificación de distracciones y trampas. Vertical-horizontal -subes o sigues; ves o avanzas; retrepas o te atrapas-: estás en la encrucijada, en el laberinto. Desde Nauman, mejor que Gober, no había visto una escenificación narrativa más potente y eficaz de lo que pasa.

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