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Tribuna
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Glosas polacas

Insensatos quienes impugnan la autoridad de los críticos. Pues ¿sobre qué iban a fundarla? La crítica actúa en un ámbito donde no impera legalidad alguna. O más precisamente: donde el delito lo constituye la conformidad con cualquier legalidad establecida. De ahí que los espíritus beatos desaten su ardor guerrero contra el precario estatuto de los críticos. En un mundo confortablemente prejuzgado por las listas de ventas y los dictados de la academia, la crítica es aquel lugar donde todavía cabe una amenazante discrepancia.Un vulgar reflejo señala al crítico como rival del escritor. Pero, lejos de eso, los rivales de la crítica son el periodismo y la publicidad. Ellos modelan la sensibilidad y el lenguaje de la época. Para sobrevivir, la crítica debe adaptarse a esta circunstancia, y hacerla suya. A ello la fuerza la inferioridad de condiciones en que ha de actuar. Lo que el crítico tenga que decir, deberá decirlo -para bien y para mal- en pocas y beligerantes palabras. En un folio y medio, por ejemplo. Si le dejan.

La experiencia estética desatiende las dimensiones de extensión y de tiempo. El papel y la tinta empleados en una obra de arte no determina su valor. No cabe, en consecuencia, establecer proporciones de longitud entre el juicio crítico y el empeño artístico al que se enfrenta. Puede haber una profunda justicia en el acto de desacreditar con una frase el trabajo de años. Alguien dijo que el aburrimiento -¿o era el dolor?- es un instante eterno.

Un viejo tópico pretende que el crítico es un escritor frustrado. Pero ya Juan Benet (¿por qué la sola mención de su nombre despierta tantos resentimientos?) proponía lo contrario: que el novelista es un crítico frustrado, un hombre que, por querer llevar hasta un límite imposible el conocimiento de lo que le apasiona, no encuentra otra salida que la creación. Dejando a un lado su aspecto provocador, la paradoja sugiere que el lenguaje del creador y el del crítico son de naturaleza radicalmente distinta: intuitiva la del primero, analítica la del segundo. De lo que no hay que deducir una oposición, sino una complementariedad.

A la crítica no corresponde agotar -no podría- los contenidos de la obra literaria. Los críticos nunca tienen la última palabra. Su misión es complementar los hallazgos de la escritura literaria, ordenándolos en una tradición. La misma que habrá de servir de rasero para medir la obra futura. De ahí que Musil definiera la función de la crítica como una celosa custodia del nivel alcanzado. Algo que le impide autorizar la repetición de lo mismo -por mucho que complazca- si no es con un nuevo sentido.

De noche, ya en la cama, pueden hacerse muchas cosas, algunas más recomendables que otras. Pero si se opta por leer una novela, el insomnio que suscite no puede aspirar a constituirse en un juicio de valor. La emotividad del lector no es una categoría de la crítica. El entusiasmo artístico, decía Benjamin, le es ajeno al crítico. En este aspecto, crítico y lector tienen poco que ver. De hecho, las relaciones que uno y otro guardan con el texto no sólo son diferentes, sino, en cierta medida, antitéticas. Nada más erróneo que la pretensión de que el crítico es un lector interpuesto. La crítica poco tiene que ver con los desahogos de una sensibilidad afectada. Por el contrario, el crítico mantiene la distancia. Su arte consiste, precisamente, en crear esa distancia entre él y el texto, y en hacerla fértil y problemática (Steiner).

El crítico no apela a la posteridad. A él corresponde levantar su juicio en presencia del autor, lo cual incide decisivamente en el alcance de su tarea, y en su dimensión polémica. Porque la reclama el olvido, a la crítica le urge extremar todos sus recursos, agotar las posibilidades de una lectura accidental y apresurada. Ningún pacto prolongará su vigencia. Adorno dijo que ya no se puede esperar en la posteridad sin caer en el conformismo. La crítica construye sobre esta desesperanza su razón de ser. Como la de las moscas, su existencia es efímera, y en un mundo que se pretende cada día más aséptico, no debiera renunciar a resultar incordiante.

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