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Tribuna:TRAVESÍAS
Tribuna
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Nuestro contemporáneo

Antonio Muñoz Molina

Hay una expectación ya prácticamente olvidada entre nosotros, que es la expectación de ir al teatro con la misma impaciencia llena de promesas con que se espera ver una película o asistir a un concierto, como se hojea por la calle un libro recién adquirido o se mira la portada de un disco que empezaremos a oír nada más llegar a casa. El teatro, como hábito social, ha sido demolido poco a poco en los últimos quince o veinte años, y la franja de aficionados posibles que situarían sus gustos, para entendernos, entre Lina Morgan y la Fura del Baus han desertado en masa de los escenarios, desalentados por la casi inexistencia de un término medio entre la chabacanería pobretona y feroz y las -petulancias de una ultravanguardia nutrida con simultánea generosidad por el dinero de la Administración y el papanatismo del público más selecto.Si uno aspira a ir al teatro sin que le cuenten chistes cuartelarios o sin que un individuo de cabeza rapada se le orine encima o le arroje a uno a la cara un filete crudo de hígado subvencionado por la Generalitat, las posibilidades son más bien limitadas, de modo que cuando surge la antigua expectación, el simple deseo de presenciar una función teatral, parece que se recobra una forma perdida de entusiasmo, que podría ser tan usual como el de los libros, el de la música o el de las películas, pero que entre nosotros se va quedando cada vez más en pura arqueología.

'Luces de bohemia'

El sábado pasado, por la noche, yo iba en un taxi hacia el teatro Bellas Artes con una expectación impaciente, mirando el reloj con miedo a no llegar a tiempo. Iba a ver Luces de Bohemia, el montaje recién estrenado de José Tamayo, y me sentía exactamente como el aficionado que va a oír en una sala de conciertos una música preferida que se sabe de memoria pero que sólo ha escuchado hasta ahora en los discos: ilusionado, impaciente, pero también algo receloso, temiendo que la realidad no esté a la altura desmedida de las expectativas, que el encuentro con lo muy esperado sea inferior a la intensidad de la anticipación.

Eduardo Haro Tecglen ha escrito aquí, con toda la razón, que Luces de Bohemia es la obra maestra absoluta del teatro español. Pero también es una de las obras maestras de nuestra literatura. Yo la descubrí a los dieciocho o diecinueve años, en uno de aquellos volúmenes de tapas rojas de la Colección Austral, aquellos libros de páginas amarillentas y ásperas que leíamos uno tras otro en las bibliotecas públicas, inagotables, antiguos, con la letra muy pequeña, a veces con la sobrecubierta perdida, conteniéndolo prácticamente todo, todos los saberes y las literaturas, Shakespeare y Enrique Jardiel Poncela, Cervantes y Julio Camba, Gastón Leroux y don Santiago Ramón y Cajal. Luces de Bohemia estremecía por su belleza y su furia, por su radicalismo que confirmaba el nuestro sin que llegáramos a entenderlo del todo. Era teatro y al mismo tiempo no lo era, porque la itinerancia sincopada de su acción rompía todas las normas de lo que se consideraba aceptable o posible en un escenario. Era literatura, una literatura tan resplandeciente, tan sofisticada y procaz como la de La Celestina, pero siendo insuperable la maravilla de las palabras impresas parecía que reclamaban el ser dichas en voz alta, la materialidad de la presencia humana, del grito, de la carcajada o los disparos resonando en un callejón. Con Luces de Bohemia, con los esperpentos de Martes de Carnaval y la biografía entusiasta y arbitraria que le escribió Ramón Gómez de la Serna (casi cualquier cosa podía leerse sin salir de aquella ilimitada Colección Austral), Valle-Inclán se me convirtió en uno de los héroes y de los maestros de mi vida. En Granada, en el primer curso de la Facultad, vi al Teatro Universitario de Murcia representar la Farsa y licencia de la reina castiza bajo las bóvedas góticas del Hospital Real, y decidí, deslumbrado y converso, con la rotundidad de los 20 años, como Saulo de Tarso tras caerse del caballo en el camino de Damasco, que ésos eran la literatura y el teatro que yo quería hacer. No era cierta la distinción, tan predicada entonces, tan esterilizada para una vocación en ciernes, entre la maestría literaria y la eficacia política, entre el gusto por la belleza y la precisión de las palabras y la urgencia de cambiar el mundo. En Valle-Inclán, el radicalismo político y el de la expresión eran simultáneos e inseparables: la mejor literatura era también la más irreverente y corrosiva, la más panfletaria.

Nuestra mejor tradición

Tantos años leyendo Luces de Bohemia y sólo la pude ver representada hace unos días. Creo que eso dice mucho sobre nuestra vergonzosa penuria cultural. ¿Alguien se imagina que en los teatros de Noruega Casa de muñecas sólo se hubiera estrenado tres veces a lo largo de los últimos 70 años, o que Bernard Shaw apenas se representara en los teatros de Inglaterra? Luces de Bohemia es nuestra mejor tradición y nuestra más temeraria vanguardia, nuestro teatro épico y nuestro expresionismo, el pasado magnífico que casi no llegamos a tener y el porvenir que el tiempo nunca agota, porque Valle-Inclán parece que escribió para nosotros y para quienes vengan después que nosotros, y es al mismo tiempo nuestro predecesor y nuestro contemporáneo. En el escenario del teatro Bellas Artes la efigie estrafalaria y barbuda de Carlos Ballesteros es cada tarde y cada noche el fantasma redivivo de Max Estrella y Alejandro Sawa y el de don Ramón María del Valle-Inclán. El esperpento tiene la misma urgencia de actualidad y trastorno que los aguafuertes de Goya, y la sordera de éste resulta ser tan visionaria como la ceguera de Max Estrella. Nadie escuchó más claros los gritos del dolor o de la barbarie que el sordo don Francisco de Goya. Nadie nos vio con más exactitud en 1920 y en 1996 que el ciego Malaestrella. Por eso sus palabras de entonces siguen siendo tan justas, basta el periódico para confirmarlas, igual que las noticias sobre los patriotas encapuchados de Rentería o sobre el general Galindo en el Valle de los Caídos confirman los aguafuertes de Goya: "El sentido trágico de la vida española sólo puede darse con una estética sistemáticamente deformada".

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