Los 'papeles del cesid' y los 'papeles del Pentágono'
El debate sobre los secretos oficiales que enrarece desde hace bastantes meses la vida política se ha convertido en habitual charla de café. Aquí o allá se habla del caso de lo que lleva camino de convertirse en los papeles (¡secretos!) más famosos de nuestra historia, los llamados papeles del Cesid. Nuestra jerga política parece haber incorporado, complacida, un sobrenombre que resulta meridiana transposición del que se dio en Estados Unidos al caso del informe secreto sobre la guerra de Vietnam, filtrado a la prensa en 1971. Henos aquí con los Pentagon papers redivivos, aunque en versión un poco más de andar por casa. La discusión sobre los papeles divide a la gente en dos bandos: el bando protransparencia y el bando prosecreto. Quienes se adscriben al primero tienen mucho más difícil la tarea de hacer valer sus razones. Lo del Estado de derecho y el control inter poderes es una construcción sutil, no exenta de trasfondo utópico, que se aviene mal con las simplificaciones vocingleras. ¡Qué decir de los derechos y la tutela judicial! Los del secreto, en cambio, pueden defender su causa valiéndose de las mismas artes que se emplean para apoyar al equipo de casa, por mala que esté siendo su temporada. Los unos necesitan apelar a la razón; los otros, a la emotividad. Para ello, como quien invoca el nombre del club, precisan tan sólo hablar de la seguridad, ya sea nacional -esté bien o mal se trata de mi nación- o del Estado, una vez despojado éste de cualquier connotación, que para el caso viene a ser lo mismo. Por si ello no bastara, siempre hay entre los del secreto uno que alza la voz por encima de todos para zanjar de una vez por todas el asunto con el argumento de la comparación: en todas partes cuecen habas. A fin de cuentas eso es lo que vino a decir, como supremo argumento de autoridad, la Sala de Conflictos Jurisdiccionales en su malhadada decisión de diciembre de 1995, eso sí, cambiando las habas por "las democracias de nuestro entomo".En las memorias de Ben Bradlee, director de The Washington Post, aparece bien recreada la crispación que produjo en la sociedad norteamericana la filtración de los papeles del Pentágono. La invocación de la seguridad nacional por el presidente Nixon y la obtención, a instancias del fiscal general, de una orden judicial prohibiendo la ulterior publicación de documentos clasificados como secretos eran factores de considerable peso. Lo que se hallaba en juego no era una cuestión retórica relativa al equilibrio de poderes o al crédito exterior de los servicios de inteligencia (cosa que nunca ha preocupado demasiado a Estados Unidos), sino la conducción de una guerra en extremo costosa, y que parecía haber entrado en fase final gracias a unas negociaciones cuyo decurso podía verse influido por la publicación de los papeles. Comparada con la dramática realidad de Vietnam, la guerra entre el Gobierno y la prensa pudiera haber pasado por una escaramuza absolutamente baladí. Si no fue así es porque, tras el conflicto por el uso del sello clasificatorio y el control de la información, subyacía una cuestión de principios que afectaba de raíz a los propios fundamentos del orden constitucional.
Con rapidez inusitada, más sorprendente aún contemplada desde el carácter tortuoso de nuestros mecanismos procesales, el Tribunal Supremo resolvió el conflicto con una sentencia que se hizo pública a los 17, días tan sólo desde la primera filtración. El fallo dio la razón a la prensa con un argumento bien simple: el Gobierno no ha logrado probar que la difusión de los papeles sea tan potencialmente lesiva para la seguridad nacional como para justificar la censura. Junto a la- decisión, adoptada por unanimidad, los miembros del Tribunal Supremo suscribieron diversos votos particulares que son por sí solos todo un tratado acerca de los problemas que plantea el recurso al secreto en nombre de la seguridad nacional. Para que los del bando de la publicidad puedan también echar mano de lo emotivo, permítaseme citar un párrafo del voto particular del juez Stewart: "Cuando el sello clasificatorio se emplea sin mesura, el sistema induce a la falta generalizada de obediencia y a la manipulación del mismo por parte de quienes buscan autoprotegerse o autopromocionarse".
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