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Tribuna:TRAVESÍAS: ANTONIO MUÑOZ MOLINA
Tribuna
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En primera persona

Antonio Muñoz Molina

Cuando Sancho Panza se disponía. a tomar posesión de su cargo de gobernador en la. Insula Barataria, uno de los muchos y muy sensatos consejos que le da don Quijote es que no incurra en -el antojo de dejarse crecer muy larga la uña del dedo meñique, calificando ese hábito de "purco y extraordinario abuso". Leyendo estos días las memorias de Jesús Par do, me entero de que el refina do esteta y presunto dandi César González-Ruano, además de su bigote dinástico, sus camisas y sortijas con monograma y otros indicios visibles de distinción social, cuidaba y pulía con extrema delicadeza una uña muy larga en su dedo meñique, cuya utilidad no era exclusivamente suntuaria: la misma uña, dice Pardo, le servía para practicar dos orificios opuestos en los huevos crudos que se desayunaba, lo cual ya eleva el puerco y extraordinario abuso cervantino a una altura de náusea, y da una información mínima, pero muy reveladora, sobre la catadura del personaje.La uña de González-Ruano, la toquilla de vieja que se ponía don Pío Baroja sobre los hombros para no coger frío mientras charlaba con las visitas, los trajes perfectamente cortados de Cela en medio de la pobretería indumentaria del Gijón, los puños de sus camisas, que Pardo llama agresivos, el regreso fantasma a Madrid de Ramón Gómez de la Serna, la irrupción resplandeciente de Ava Gardner en una tertulia melancólica de literatos y artistas sin mucho porvenir, que la miraban luego, extranjera, inaccesible, camal, mientras el gomoso seductor Mario Cabré, que se pavoneaba con ella del brazo por los bares modernos y las salas de fiestas de Madrid, recitaba poemas taurinos a los que nadie prestaba la menor atención.

De pormenores así están llenos las memorias de Jesús Pardo. Uno encuentra en ellas la malevolencia y la aptitud para el detalle de las memorias de Rafael Cansinos-Assens, aunque no su amargura y su propensión al victimismo blando, aquella pose de lateralidad y fracaso que para desgracia de Cansinos acabó siendo real, según cuenta también Jesús Pardo en un pasaje admirable: Cansinos viejo y grande como una aparición, en una gran casa lóbrega, rodeado de tallas barrocas, de cuadros -oscuros y de diccionarios, uncido a la tarea políglota y esclavista de traducir sin descanso volúmenes de obras completas impresas en papel biblia.

Pero lo que más seduce en el libro de Pardo no son las estampas breves y malévolas de escritores, ni el retrato justamente despiadado de un país en perpetua posguerra, ahogado en el aislamiento, en la miseria intelectual y la jactancia ignorante, administrado como una finca particular por tahúres y pistoleros con o sin uniforme, con sotana o sin ella. Lo que a mí me ha impedido dejar el libro a lo largo de los dos o tres días que he pasado leyéndolo ha sido la voz que cuenta y confiesa una vida, el yo narrador que desde las confesiones de san Agustín viene siendo casi siempre un "yo pecador", para citar el comienzo de una oración que me enseñaron a mí tal vez los mismos curas eternos que ya amedrentaban a Pardo a base de bofetadas y de penitencias veinte años antes de que yo naciera.

En España, contra lo que suele decirse, se publican muchos libros de memorias, pero en la mayor parte de los casos su posible valor queda malogrado por la hipertrofia del yo, que suele ser un yo vociferante, como de tenor desatado de ópera, un yo ciego o miope que sólo ve en tomo suyo figuras diminutas. Por supuesto que no hay autobiografía sin ensimismamiento, sin un volverse desengañado y lúcido hacia uno mismo en el curso del cual el acto de escribir no es el hilo mismo, el impulso del recuerdo y del pensamiento. Pero esa disposición interior, que podríamos llamar egotismo, en atención a uno de sus más virtuosos cultivadores, Stendhal, con mucha frecuencia se convierte entre nosotros en pura egolatría, en una soberbia más o menos embustera o disimulada que siempre acaba teniendo un filo de crueldad. Crueldad hacia los otros, desde luego, no hacia el yo ególatra que escribe, que se levanta una estatua y un túmulo anticipado de palabras.

Algunos libros se escriben para ocultarse, dice Nietzsche: sobre todo algunos libros de memorias. A los españoles, por algún motivo, nos cuesta mucho escribir con naturalidad en primera persona. Para un adicto a Galdós nada es más frustrante que la lectura de sus escritos autobiográficos, tan opacos a todo, tan distraídos y hechos para salir del paso. El yo de los artículos y los diarios de Josep Pla tiene el tono perfecto, Pero es demasiado elusivo, se detiene siempre uno o dos pasos antes de la revelación personal. Uno le pide al autor que deje de serlo para convertirse unos minutos en un ser humano, para hablarnos con su voz verdadera y mirándonos a los ojos, como nos habla Cervantes al final del prólogo del Persiles, sabiendo que le faltan unas horas para morir.

Baroja nos habla así algunas veces, y yo creo que la suya es una de las voces en las que se ha educado el yo narrador de Jesús Pardo, igual que en la de san Agustín y Rousseau, en los diarios de Stendhal, en el Baudelaire de Mon coeur mis aun nu, en la tradición tan asidua, y para nosotros tan exótica, de los memorialistas ingleses y norteamericanos, capaces de aliar un máximo de naturalidad y sofisticación, de desvergüenza y digna reserva. En la mayor parte de los libros de memorias españoles se nos informa de que su autor ya era un genio desde la primera infancia. Pardo se cuenta las dificultades y las incertidumbres en las que es tan fácil que la vida se pierda sin llegar a cumplirse: no el yo invariable, innato, fortalecido de soberbia, sino lo que uno va llegando a ser a lo largo del tiempo, una suma de tentativas, resignaciones y errores que de pronto pueden ser redimidos por un despertar de la voluntad, por la clarividencia de una vocación. El secreto de una autobiografía es convertirse de algún modo en el relato de la vida de quien la está leyendo. Mirándose a sí mismo, Jesús Pardo mira de hito en hito al lector y le ofrece un espejo. No todos nos atreveríamos a miramos en él.

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