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La calma del gesticulador

El célebre Al Pacino está últimamente recorriendo el mundo, como un hambriento en busca de un mendrugo. adicional de fama, con las latas de su Ricardo III bajo el brazo. Este tipo de conversiones de actores en directores viene de antiguo. Recuérdese a Charles Laughton cuando le dio por trasladarse de delante a detrás de la cámara y le salió La noche del cazador; o a Marlon Brando con El rostro impenetrable; o a Robert Redford con Un lugar llamado Milagro, Gente corriente y Quiz show, o a Paul Newman con media docena de buenas películas; o Anjelica Huston, Diane Keaton, Anthony Hopkins...Los actores suelen ser buenos directores de actores. Conocen el paño y, como les gusta que les mimen mientras dan la cara a la cruel mirada de la cámara, miman a la gente que se Pone delante de la suya. Y no suelen tener. término medio: hacen una generosa maravilla o una rácana chapuza. Esta R¡cardo III de Pacino es de las primeras y admiro en ella su comedimiento, su estilo contenido, remansado.

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Al Pacino desata el entusiasmo

Pacino arrancó su carrera pasado de rosca, con unas aficiones histéricas a salirse por la tangente de la sobreactuación, pero los años y Francis Ford Coppola lo frenaron y lo han convertido en un actor equilibrado y capacitado para decir mucho con poco gasto gestual. Ahora comienza a recolectar la cosecha y es de los que siguen aprendiendo a domeñar su ramalazo de divo en cada nueva incursión en la pantalla.Mutación

Pacino, que nació en la cola de los gesticuladores incurables -como Jack Nicholson, Peter 07oole, Meryl Streep y otras eminencias-, se ha autocontrolado como ellos y ha reducido al histrión que lleva dentro a la parcela transparente de los intérpretes sutiles, lo que tiene mérito, en su caso, pues comenzó a tortas con toda sutileza y ganó su celebridad a golpes de brochazo al menor descuido o indulgencia del director de turno.

Pero Coppola lo apadrinó y, desde entonces, ha encarrilado en una magnífica mutación a su brillante, y estragante, registro de exageraciones. Y su presencia y la creciente fuerza que emana de ella gana por días y convierte a este viejo petardo del cine neoyorquino en una bomba que estalla de oficio soterrado y capacidad de sugerencia a media voz. Aquello que dijo Laughton de que un actor comienza a ser bueno sólo cuando cumple medio siglo, parece confirmarse por enésima vez en él.

El premio Donostia le cae hoy en las manos a Pacino en el tramo más dulce de su carrera, cuando ha dejado atrás su antiguo perfil, abrupto como un encefalograma alterado, y progresa de forma suave y persistente cada día más hacia arriba.

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