La ropa de invierno
El mundo está dominado por la vanidad, y gracias a eso se mueve. Sin embargo, tengo un amigo que está de mudanza y de las 78 cajas que ha acumulado a lo largo de sus muchos años de vida sólo echa de menos la ropa de invierno.Acumulamos diarios y citas; de niños buscábamos coño, puta y joder en los diccionarios, y de adultos buscamos nuestro nombre o el de nuestros amigos en las enciclopedias. De las cosas que se van apilando en la vida casi todas tienen que ver con nuestro deseo de permanecer, y es saludable imaginarse el mundo sin que nosotros hayamos venido; ver esas grandes avenidas, los aviones, los atascos, los estadios llenos de gente vociferando, y tú no estás ni estarás nunca.
Un pintor, Cristino de Vera, lleva, ocho años despidiéndose de sus amigos, con una frase que tiene grabada en su mano huesuda: yo no existo, y él es quien recuerda. siempre el viejo apólogo sufí: Dios da alas a las hormigas para que se vuelvan locas. El propio Cristino preguntaba a las taquilleras, en los años en que aún iba al cine por las noches ¿Y usted qué recuerda al final del día? Y las taquilleras le respondían: Bocas, bocas, bocas; fila 12, fila 13. Bocas, bocas".
¿Qué recordamos al final del día, cuando la noche es esa planicie negra en la que caben los sueños y las pesadillas? ¿Qué echamos de menos? ¿Qué nos llevariamos a esa isla desierta que siempre nos propone con su falsedad inconmensurable la vida ficticia? En la casa de Francisco Ayala hay tres ventanales; cuando la claridad es más azul se evidencia la sobriedad de su equipaje: hay tres libros grandes encima de una mesa bajita, y el resto está limpio, como si la mesa estuviera entre el silencio y el olvido. ¿Habrá alcanzado esa austeridad este ejemplar ciudadano de la ironía y la imaginación gracias al tiempo del despojo, a la conciencia de que lo que de veras se ahora de lo que nos falta es la ropa de invierno?
Siempre me han impresionado esas colas interminables de exiliados que aparecen en las películas y los documentales camino de las fronteras de refugio. Las madres dando la mano a sus hijos, los hombres vencidos por la edad apresurada que da el martirio de haber sido derrotados prematuramente, como si la muerte posible se les dibujará en el rostro. ¿Y dónde han dejado sus bibliotecas, sus enseres? ¿Qué se llevan en esos hatillos? Un exiliado español, Elfidio Alonso Rodríguez, que fue director del Abc cuando el periódico monárquico era expresamente republicano, decía que lo que él echaba de menos en esa caminata terrible hacia la diáspora era una silla donde sentarse. ¿Y después, cómo reconstruyen la memoria de sus objetos ' quién les restituye sus álbumes, las fotos escolares, las cartas? ¿Dónde van a encontrar de nuevo el olor al que regresan cuando añoran la infancia? ¿De dónde serán de nuevo? En Asaltar los cielos, la película sobre el asesino de Trotski que han realizado Javier Rioyo y León Trotski. José Luis López Linares -se verá ahora, en la Semana de Cine de Valladolid- aparecen otra vez esas imágenes atroces de la gente solitaria que mira desde las ruinas el fracaso de la vida, la secuela inmediata de la guerra, el despojo. ¿Y qué echarán de menos? Nada, no echarán- de menos nada: el destino de la vida es el de acostumbrarse al despojo, a añorar, si acaso, la ropa de invierno.
A veces me entretengo en leer las viejas guías de teléfonos, buscando nombres innumerables que ya no están ni en las guías de teléfonos. El destino de todo es el silencio; conozco a algunas personas verdaderamente humildes, artistas que serían capaces de aceptar que a sus exposiciones no asistiera nadie y que nadie comprara sus cuadros; hay escritores que serían capaces de estar un día entero en una librería sin sufrir porque nadie mira sus libros expuestos; sé de futbolistas que jamás se ganaron una ovación y no la añoran. ¿Son verdaderamente humildes los solitarios? ¿No hay en el fondo de los humildes la misma vanidad que a todos nos mueve?
En esa misma película, Asaltar los cielos, el hombre que mata a Trotski es un militante que renuncia a su identidad, a su nombre, a sus apellidos e incluso a su vida; simula el amor para desaparecer en el anonimato que le exige el partido, y en realidad lo que quiere es la gloria. Va por el mundo en busca del triunfo de la revolución y él mismo acepta su propio fracaso, su huida en él agujero negro de la nada, y deja de llamarse Mercader o Mornard o Johnson para llamarse, al fin de sus días, Ramón López, y ser considerado, por los que le utilizaron, como una escoria que se pone la chatarra de la gloria, las medallas de la revolución soviética, para conseguir rebajas en el precio del pan.
¿De dónde viene toda esta gente solitaria? ¿Quiénes son todos estos seres humanos que vemos llegar por las colas del metro con sus sueños y con sus pesadillas? ¿Qué añoran? ¿Qué echarían de menos mientras están de mudanza? ¿Tan sólo la ropa de invierno? ¿Hay alguien así?
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.