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Carta a Albert Manent

Los cambios de residencia que casi inevitablemente trae agosto consigo han hecho que yo conociera con algún retraso la carta abierta con que bajo el título Don Pedro Laín, tranquilícese [31 de julio de 19961, usted, querido Albert, responde a la también abierta que yo dirigí a Jordi Pujol [25 de julio de 19961.Una interrogación surgió en mí tras su lectura: la idea de esa inesperable respuesta, ¿surgió espontáneamente en usted, con la seguridad de que su tono y su contenido serían aprobados sin reserva por Jordi Pujol, o fue sugerida por éste para evitar la comisión de un acto -descender a la arena de la prensa díaria- poco o nada compatible con la dignidad que lleva consigo el oficio de gobernar? Me inclino por la primera de esas dos hipótesis. Dijo Maquiavelo que el cabal ejercicio del mando exige de imperante Fare spettazione di se. A mi juicio, algo más debería haber dicho tan astuto analista del poder, porque tal ejercicio requiere crear "expectación" en ciertos casos, y mostrar "reserva" en otros. Pienso que Jordi Pujol, tan inteligente y hábil en la práctica cotidiana de la auctoritas, así ve las dos caras de su comparecencia ante el público. Y sin necesidad de recurrir a lo que dijo y a lo que no dijo Maquiavelo, así lo ha entendido usted, Albert, respondiendo por su cuenta a una carta dirigida al President de Cataluña. Con tal convicción escribo este retrasado comentario a su discrepante, pero amistoso artículo.

Ante todo, una inexcusable precisión. Mi información acerca de la realidad actual de Cataluña, nunca buscada por mí, no procede de la COPE, radio que no oigo, ni de El Mundo, diario que no leo. Y en aquello que oigo y leo, machadianamente procuro distinguir las voces de los ecos, porque, como mi amigo Carlos Seco, desde hace bastantes años sé muy bien que en la deseable vinculación de Cataluña a la unidad de España hay que apartarse tanto de los separatistas como de los separadores. Y tras esta necesaria aclaración, dos breves comentarios al resto de su carta.

Refiérese el primero a la vigencia del castellano en la actual Barcelona. Sin necesidad de pasear por Nou Barris o de asomarse a un quiosco de las Ramblas, ¿cómo no advertir -con gozo por mi parte- lo que sigue siendo la prensa periódica barcelonesa, en tantos casos ejemplo para el resto de España, y la actividad editorial en castellano, así literaria como científica, tan digna y eficaz heredera de la que en Barcelona descubrió Don Quijote, y la pléyade de excelentes escritores, unos sólo en castellano, otros en sus dos lenguas, que por vocación y por formación continúan enriqueciendo la historia de nuestro pensamiento y nuestras letras? ¿Cómo olvidar la íntima y agradecida complacencia con que yo y millones de españoles celebramos la hazaña catalana y barcelonesa de los Juegos Olímpicos de 1992? Al término de ellos escribí a Pasqual Maragall: "¡Con qué gusto, y ahora sin la menor reserva, escríbiría hoy su abuelo el piropo final de su 'Oda nova a Barcelona': la gran encisera!". Sin necesidad de viajar a Barcelona conozco y reconozco abiertamente esa múltiple y patente realidad.

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Me pregunto, sin embargo: tal realidad, que en el marco social de la comprensible y legítima recuperación de la lengua catalana -de su reequilibrio, como usted prefiere decir- no ha sido sino la fecunda ampliación de lo que la cultura de Cataluña era en tiempo de Milá i Fontanals y Rubió i Lluch, ¿perdurará en el curso del siglo XXI? Con el castellano y la historia que hoy institucionalmente se enseña a los niños catalanes, con la llegada a la "edad imperante" de los jóvenes de Convergència i Unió que sin réplica oficial acaban de publicar su inquietante manifiesto reivindicatorio, ¿podrá describirse la cultura catalana en los términos que respecto de su situación actual acabo de consignar? Bien quisiera evitar la preocupación que en mí y en otros españoles -no sé cuantos- levantan esas interrogaciones; pero no puedo. ¿Achaque de viejo que no sabe entender los tiempos nuevos? ¿Descontento de quien a lo largo de los últimos 20 años no ha oído que ningún gobernante de Madrid o de Barcelona -o de Galicia o de Euskadi- se haya planteado tan central problema de nuestra historia? No lo sé. En cualquier caso, quien viva lo verá.

Y también en cualquier caso, querido Albert, nunca olvidaré yo su grata compañía cuándo usted -"Será su ángelos", me dijo el helenista Carles Riba, promotor de mi entrevista con el abad Escarré- me acompañó en mi subida a Montserrat. Ni los dos fragmentos poéticos, tan repetidos por mí, en que ha tenido y tiene su más íntimo y delicado fundamento catalán mi esperanza en una España plural y concorde; uno de Maragall, en su Himne ibérie, "En cada platja fa su cant d'onada / mes terra endins se sent un sol ressó / que de l'un cap a Valtre a amor convida/ i es va tornant un cant de germanor"; otro de Espriu, el verso en que La pell de brau tiene su nervio más profundo: "I convindran molts noms a un sol amor". Ingenuamente lo declaro: me resisto a morir sin esa esperanza.Pedro Laín Entralgo es miembro de la Real Academia Española.

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