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La otra batalla de Hernani

Hernani se ha convertido en el símbolo de la pugna entre la sociedad vasca y esa especie de antisociedad o gueto agresivo en que ha terminado convertido, voluntariamente, el mundillo abertzale radical. Su situación estratégica hizo de la villa guipuzcoana un importante teatro de operaciones durante las guerras carlistas: muy cerca de aquí tuvo lugar la famosa victoria carlista de Oriamendi. El capricho de Víctor Hugo hizo que prestara su nombre a la ruidosa batalla de Hernani, sostenida en Francia entre los partidarios y enemigos del drama romántico. ¿Puede encontrarse algo de carlista o de romántico en la batalla cívica que ahora mismo se libra, no en los foyers de París, sino en las calles del pueblo? La respuesta dependerá del humor y simpatías del opinante, pero a cualquiera se le ocurre que las escaramuzas de Hemani parecen impregnadas de un aire teatral que nos remite a las sangrientas luchas del pasado entre carlistas y liberales, tan influyentes en la imaginación de los vascos modernos. Muchos de éstos creen todavía que las guerras carlistas fueron rebeliones vascas (carlistas) contra la invasión española (liberales). De esta opinión mistificada es la inmensa mayoría de HB, empeñada en reconquistar la que considera una de sus fortalezas emblemáticas. Y seguramente compartirán la misma visión falseada de las guerras civiles muchos nacionalistas hernaniarras de a pie -al fin y al cabo, don Sabino Arana presentó la última carlistada como la última revuelta vasca por la independencia- que, sin embargo, debido a la violencia indiscriminada y rabiosa de los abertzales radicales se han visto abocados a dejar ese campo y pasarse al constitucionalista, con españolistas de tanta raigambre como los socialistas y el PP, que tiene un concejal en esta población asediada desde dentro por una minoría del vecindario. Atípica y grotesca situación bélica que refuerza, si cabe, el aire teatral de acontecimientos donde a los ciudadanos desarmados se les requiere para que defiendan a sus autoridades, legalmente elegidas, del acoso de bandas de adolescentes desquiciados y adultos rabiosamente resentidos.Los investigadores sociales dedicados a algo más que computar estadísticas y tirar de tópicos (paro, drogas, marginación, etcétera) para explicar situaciones difíciles encontrarán apasionante el intrincado paisaje social de la comarca a la que pertenece Hernani. Se trata de la connurbación de San Sebastián, formada por una docena o más de municipios y que, según se mire, tiene de 350.000 a 500.000 habitantes. A diferencia de lo que sucede en otras regiones urbanas, aquí los pueblos como Hernani no son ciudades-dormitorio, sino que mantienen celosamente su propia identidad tradicional. En la vecina San Sebastián, que decuplica la población de Hernani, de casi 20.000 habitantes, fue el PP el partido ganador (por muy poco) de las elecciones municipales; el alcalde es socialista, gracias al tripartito gobernante en la comunidad autónoma. Pero si en San Sebastián el nacionalismo ha perdido fuelle y electorado, Hernani sigue prefiriendo el nacionalismo, y de sus 17 concejales, 12 son nacionalistas. El dominio abertzale es obvio en el mundo simbólico. Aunque Hernani sea un pueblo esencialmente industrial, o lo haya sido hasta que la crisis apagó muchas chimeneas, ha querido mantener este tono verde y rural nostálgico que tanto gusta a los vascos urbanos. Hernani ha dado la espalda a muchos aspectos del presente, eligiendo mantenerse anclado en cierta imagen de su pasado, imagen poblada por muchos fantasmas de las guerras civiles padecidas. Pequeña ciudad industrial en crisis, parece sentirse mejor imaginándose como una comunidad decimonónica de rentistas, artesanos y labriegos o, para los de la bronca, como una parodia tragicómica de la aldea de Astérix. Los problemas siempre vienen de fuera, y todo lo que pide el pueblo es que nadie se entrometa en sus asuntos. No es, desde luego, algo excepcional. Un principio de realidad igualmente débil reina en amplios dominios sociales y culturales vascos. ¿Cabe encontrar alguna clave oculta de la situación vasca en esa antigua inclinación a la ficción anacrónica y al aislamiento, a una falsa idea de autosuficiencia? Tal vez.

Perdido el control de Rentería, Hernani es, con Oyarzun -otro ejemplo de irrealidad delirante y violenta-, la última pieza maestra de este ajedrez batasúnico. El enroque es obligado. Hernani ya despuntó en el posfranquismo. Fue en esos años decisivos cuando, ante la retirada o inexistencia de otras corrientes ideológicas, el nacionalismo radical logró hacerse con el control político y cultural tras disputar el espacio público a los sindicatos y a los pequeños partidos marxistas que llevaron el peso de la oposición activa al franquismo y que luego dieron tono insurgente y color rojizo a un abertzalismo hasta entonces lírico e incoloro fuera de ETA. En cuanto las libertades elementales y los procesos electorales asomaron por el horizonte, los militantes de izquierda dura de Hernani comenzaron a ver pinchadas las ruedas de sus coches, boicoteados sus mítines y silbados sus cánticos por los nuevos abertzales radicales. Entonces eran fervientes anticomunistas. No hace muchos años boicotearon violentamente un homenaje a la memoria de Gabriel Celaya, hijo del pueblo. Eran también fervientemente contrarios a la autodeterminación que hoy proclaman como gran curalotodo. Las cosas, pese a todo, cambian. Hernani no es un laboratorio político recién descubierto sino que lo es desde hace al menos 20 años: justo el lapso necesario para programar y sacar adelante la generación alienada y moralmente idiotizada convertida en ariete del asedio interior (y que mañana, acaso, servirá de chivo expiatorio). Al principio, el recién creado MLN-V (Movimiento de Liberación Nacional Vasco) se alimentaba de la brutalidad policial -esas imágenes de la compañía antidisturbios saqueando Rentería, el goteo de muertos de tiro al aire, las incesantes evidencias de torturas-, pero también de las concesiones ideológicas y renuncias cívicas de los demás. Pues durante todos estos años, mientras la violencia física y simbólica iba dirigida contra el Estado y los españolistas, muchos preferían mirar a otro lado, lamentar la persistencia del conflicto, asumir el abertzalismo radical y proponer diversas componendas inspiradas, cómo no, en el abrazo de Vergara. Pero, ¿con quién abrazarse ahora? Hoy no son los antidisturbios los que toman brutalmente la calle. En el País Vasco, la receta mágica para resolver todos los problemas durante la transición fue pedir "que se vayan". Pero ahora, ¿quién se irá el último? ¿Veremos en Hernani pintadas como aquella de Montevideo durante la dictadura: "El último en marcharse que apague la luz"? En esto consiste la nueva batalla de Hernani.

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Carlos Martínez Gorriarán es profesor de Filosofia de la U. del País Vasco.

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