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53 ª MOSTRA DE VENECIA

El británico Ken Loach no logra estar a la altura de sí mismo en 'La canción de Carla '

Jacques Doillon roza la maestría en la perturbadora metáfora de 'Ponette'

Se esperaba aquí la última obra de Ken Loach, La canción de Carla, con expectación, demostrada en la clamorosa ovación que levanta la presencia del cineasta antes de la proyección para la prensa, con objeto de pedir disculpas por algunos defectos de la copia. Al final, los aplausos se repitieron, pero el filme (pese a su primera y formidable mitad) no está a la altura del enorme talento de este cineasta, fiel a sus ideas y su pasión revolucionaria como ningún otro en Europa. La zona final del filme baja ostensiblemente respecto de su arranque.

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Todo lo contrario de lo que ocurre con Ponette, inquietante y perturbadora metáfora intimista del francés Jacques Daillon, que se acerca a la maestría gracias al exquisito equilibrio que mantiene de principio a fin.En pocas años, y tras cuatro obras magistrales en tacada -Agenda oculta, Riff raff, Ladybird y Tierra y libertad, el británico Ken Loach se ha convertido en un creador indispensable, esencial en el cine europeo actual. Hace seis o siete años, Loach pasaba como una sombra anónima por los festivales. Nadie reparaba en él. Pero ahora, ayer mismo aquí, su simple presencia levantó murmullos y luego aplausos unánimes y reverenciales, que se han multiplicado últimamente desde el arrollador paso de Tierra y libertad por las pantallas de todos los rincones de Europa.

La canción de Carla lleva dentro, a lo largo de casi una hora de metraje, la carga de radicalidad, precisión, contundencia y desazonadora belleza que ha convertido a este admirable bicho raro en un depositario del honor de este Viejo Continente, en un insólito mantenedor,' en estos tiempos de repliegue hacia posiciones vergonzantes, del cine de la izquierda, de la pantalla de la cólera y el rechazo a la miseria que cerca y encanalla las pantallas europeas. Pero, por desgracia, este maravilloso arranque del filme deriva, en la hora y cuarto final, hacia imágenes cuya intensidad, composición e hilazón están por debajo del magnífico puñetazo de verdad inicial. No es que esta parte de la película sea mala, es que es peor que la otra y esto basta para crear (en la unidad que debe ser toda auténtica película lograda) una quiebra medular que desequilibra el conjunto.

Un prodigio lírico

La historia de amor entre un conductor de autobuses de Glasgow y una muchacha emigrante nicaragüense, que se gana la vida mendigando en las aceras de la ciudad escocesa, es literalmente un prodigio lírico, una hermosa sacudida de verdad. Loach confía en su mirada sobre estos paisajes sociales urbanos y transmite a la pantalla cine poderoso, exacto, perfecto, denso y ágil al mismo tiempo, que captura al espectador y le hace presagiar lo mejor. Pero lo mejor, por desgracia, acaba ahí.Luego llega el vuelo a Nicaragua en plena revolución sandinista y contrarrevolución organizada por los servicios de inteligencia estadounidenses, y este vuelco no prolonga la apasionante tensión lírica inicial, si no que la interrumpe bruscamente y deja al espectador fuera de sitio, desconcertado por, una sucesión de imágenes de calado mucho más corto que las precedentes, embarcadas en una especie de turismo político intelectual, en el que la radicalidad no proviene como antes del fondo de la imagen, sino de conceptos aprendidos y, verbalizados exteriores a ella, sobrepuestos al desarrollo y la consumacíón de la historia narrada, que así deja de estar narrada para ser simplemente enunciada.

Y la verdad de las aceras de Glasgow se convierte en eslogan, la idea en ideología y la lucha humana por la libertad en pugna maniquea, escasamente convincente. La película arrastrará mucha gente, pero no enriquecerá el gran cine de Loach, que aquí suple con mucho oficio su habitual talento.

La campanada de ayer la dio el francés Jacques Doillon, del que se esperaba, a tenor de sus inclinaciones y del argumento del filme Ponette, una recaída en la cursilería, a la que es propenso. En cambio, nos regaló una película grave, delicada pero perturbadora, ejecutada con filigranas de sabiduría y de elegancia.

Muere una mujer, pero su hija de cinco años se niega a aceptar su muerte y decide resucitarla. Contar cómo logra este milagro metafórico es imposible: es pura imagen imposible de verbalizar. La exploración de la cámara de Daillon en los rostros de seis niños de esa mínima edad, que indagan en los misterios de vivir y, morir y rastrean la frontera que separa, o une, lo humano y lo divino, el dolor y la liberación del dolor, es cine puro y, al contrario que el filme de Loach, mágicamente equilibrada de principio a fin.

Enigmas

Hay que ver, para poder creer, cómo estos asombrosos rostros plantean y resuelven los enigmas mayores dé la existencia. Recuerdan a la maravilla de Brigitte Fossey en aquel estremecedor monumento del cine clásico francés que logró René Clemeht en Juegos prohibidos. E incluso van más allá, a zonas inéditas de la expresividad del niño ante una cámara. Si se en tiende por maestría la capacidad de algunos poquísimos cineastas para hacer coincidir lo que buscan con lo que encuentran, el conmovedor poema de Ponette se acerca a ella.

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