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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El jardín del juez

EL JUEZ Gómez de Liaño decretó ayer la libertad provisional del teniente de la Guardia Civil Pedro Gómez Nieto, procesado en relación con el asesinato de Lasa y Zabala. El juez considera que la no desclasificación por el Gobierno de los papeles del Cesid debilita sustancialmente la acusación contra él, aunque no tanto como para suspender el procesamiento. El teniente, supuesto agente secreto del Cesid en Intxaurrondo, así como el jefe de ese cuartel, el hoy general Galindo, y sus subordinados Enrique Dorado y Felipe Bayo, considerados autores materiales del crimen, siguen procesados. Hay en el sumario suficientes elementos incriminatorios como para que la investigación continúe. Que el juez esté frustrado por una decisión del Gobierno diferente a la por él esperada no le exime de esa obligación. Lo importante es llegar al juicio oral.Esa frustración tampoco le otorga títulos especiales para internarse en terrenos ajenos a su función. Sobre todo, porque la experiencia demuestra que no faltarán voluntarios dispuestos a tomarse al pie de la letra su barroca pero radical descalificación del Gobierno para deslegitimar al Estado democrático como rehén de los poderes fácticos y protector del crimen. Las muy subjetivas opiniones personales de Gómez de Liaño son respetables, pero no necesariamente una pauta que haya de seguir el Ejecutivo.

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Es de esperar, por el contrarió, que el Gobierno de España sea menos unilateral en sus juicios y más prudente en sus decisiones. Si toda la acusación contra Gómez Nieto se basaba en unos papeles que ignoraba si podría utilizar como prueba, e incluso si eran auténticos el Gobierno afirma que no consta la existencia de dos de los cuatro solicitados-, el juez se precipitó al construir su impactante pieza acusatoria. Llama la atención el contraste entre lo que en esa pieza era presentado, casi como un relato vivido y las dudas existentes sobre la veracidad de los documentos sobre los que se basó dicha narración. En otras profesiones, esa reconstrucción se consideraría aventurada.

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El juez admite la necesidad de investigar por otros medios diferentes a los vedados por la decisión del Gobierno, pero sólo para insistir en lo misma: cómo convalidar, por otros caminos, los papeles que el Gobierno se ha negado a autentificar. El juez parece ofendido por las opiniones que han considerado insólita su pretensión de hacerlo tomando declaración a los miembros de la Comisión de Secretos Oficiales del Congreso, y se acoge al magisterio del Tribunal Supremo para justificarla. Recurre para ello a sendas resoluciones relativas a la su puesta utilización de fondos reservados para cometer delitos. De entrada, puede discutirse que sea lo mismo cometer un delito al amparo del secreto -por ejemplo, pagar con fondos reservados a mercenarios- que investigar reservadamente supuestos delitos cometidos desde el interior del aparato del Estado, como parece ser el caso de los papeles del Cesid. Tal investigación es de seable que se haga, y no sena posible hacerla sin garantías de que los resultados permanecerán secretos. Cuan do el Gobierno, tras asegurarse de la legalidad de su de cisión, justifica su negativa basándola en argumentos fundamentalmente políticos, se atiene a esa lógica, que cualquier persona razonable entiende.

Lo que no se entiende es que una comisión cuyo fundamento es que sus miembros no puedan revelar a nadie lo conocido en función de su pertenencia a la misma puedan convertirse en una vía paralela de burlar la decisión del Gobierno. La absolutización. de principios esgrimida por el juez como que "la justicia está abocada a la verdad" no puede anular la evidencia de que esa indagación de la verdad está sometida a limitaciones: no puede interrogar a un sacerdote sobre lo conocido en confesión, por ejemplo y tampoco a un diputado sobre lo que conoce como depositario de secretos oficiales.

Más allá del episodio concreto, el auto pone en evidencia, una vez más, la contradicción entre el deseo de algunos jueces de invadir terrenos que desbordan su función estricta y la incapacidad para hacerlo desde una lógica' compartida por los ciudadanos corrientes. Lo coherente sería, o bien que se limitase a aplicar la ley, o que se convirtiera en un agente activo en la resolución de conflictos, desde la convicción de que la ley no puede recoger la complejidad de las situaciones reales. Lo peor es esta combinación de jueces supuestamente moralistas que dan lecciones de política al Gobierno -acusándole de entorpecer y obstaculizar la justicia, o de dar más importancia de la debida al valor de la seguridad del Estado- desde uña lógica de curia forense que nada tiene que ver, con la de la vida real.

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