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Reportaje:

El Madrid que habitó Velázquez

De cómo vivían los 1.200 residentes de la Casa del Tesoro en la Villa y Corte del siglo XVII

Antonio Jiménez Barca

Un sirviente de Felipe IV, a la pregunta de dónde y cómo vivía en la mitad del siglo XVII, contestaría, más o menos, así:"Mi nombre no importa. Mi cargo algo más: ahora trabajo de ayudante en las cocinas reales. Y como cualquier servidor de Felipe IV, vivo en la Casa del Tesoro, al lado del Alcázar. Es un lugar cómodo y amplio, aunque oscuro. En esto, en lo de la oscuridad, se parece al palacio: me han contado que las habitaciones del Alcázar tampoco son más luminosas. Constituye una costumbre de los Austrias: largos corredores y estrechos pasillos adornados con tapices y ricas pinturas, pero lúgubres y algo tristones.

Oscuro, sí; pero no silencioso. En esta Casa del Tesoro, por lo menos en la planta destinada a los servidores, hay un desbarajuste, un trasiego y un ruido de mil demonios. No es para menos. Aquí vivimos cerca de 1.200 personas, enteramente dedicadas a servir al rey. Hay sumilleres, ayudas de cámara, mayordomos de semana, el que le cuida los útiles de torear, los encargados de los perros de la caza, el que controla la plata y los manteles de la mesa, el que coloca la alfombra cuando el rey sé dispone a entrar al comedor, el que le viste y el que le desnuda. Claro que estos últimos son servidores de alto rango, nobles de sangre limpia y árbol genealógico ancho. Nosotros, por así decir, servimos a los servidores.

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La Casa del Tesoro -parecida al edificio que acaban de construir en la calle Mayor y que sirve de Ayuntamiento al corregidor [alcalde]- se construyó, por mandato del padre del actual rey, a principios de siglo. La razón era simple: el ejército de servidores que abarrotaba el palacio.

Ahora nos encontramos más desahogados. La construcción, cuadrada tiene tres plantas: en la baja vivimos los servidores más humildes. Y un montón de viudas, ya que aquí es privilegio de las viudas quedarse con la vivienda una vez muerto el marido sirviente.

La primera planta está reservada a los criados de más categoría o a los visitantes ilustres. Cuentan, los que las han visto, que las habitaciones de esta planta son espléndidas, con tapices y pinturas en todas las paredes. Ahí se han alojado nuncios, cardenales, príncipes y princesas. Y ahí vive don Diego Velázquez, cuyo cargo oficial, y el que le da rango, es ayudante de aposentador, algo así como decorador, pero que, en realidad, es el pintor de cámara del rey. La tercera planta está reservada para los criados de los que viven en la segunda.

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No siempre estamos aquí. Cuando el rey quiere trasladarse a sus otras residencias, al palacio del Buen Retiro, por ejemplo, viajamos con él 700 personas. Atravesamos toda la, ciudad en una comitiva de gran aparato que asombra siempre a la población.

Y tardamos, porque la capital ha crecido. En Madrid residen ahora 100.000 habitantes -hace 100 años no llegaban a 8.000- Su perímetro alcanza desde el Alcázar al paseo del Prado, y desde la plazuela de San Bernardo a la Puerta de Toledo y Atocha. Por la noche es una ciudad peligrosa y oscura; aquí la gente tira de espada para cualquier cosa. El Campo del Moro, por ejemplo, es famoso como escenario donde se resuelven los desafíos.

Sin embargo, por la mañana es distinto: los madrileños somos madrugadores. A las seis (siete en invierno) ya desayunamos donde nos gusta y lo que nos gusta: en los bodegones de la Puerta del Sol, tocino asado. Hay otro desayuno típico callejero que nos encanta y que es capaz de sacudirle a uno el frío que baja de la sierra en invierno: el letuario. Lo pregonan y lo venden por todas partes, y no consta sino de aguardiente aliñado con cáscaras de naranja y confitura.

Con esto metido en el estómago cada uno va donde le corresponde. Nosotros a palacio; los vendedores de carne al por mayor, al Rastro -así se llama esta zona de Madrid por el rastro de sangre que dejan las reses-; los agricultores, a sus huertas del Manzanares; los mercaderes de joyas y los prestamistas, a la calle Mayor y alrededores; cerca del río, los zapateros y pellejeros; en la calle de las Huertas, los fruteros y labradores; los poetas, al mentidero de la calle de León, a intentar colocar sus comedias, y las viudas de soldados, o los mutilados de guerra, o los que han dado un traspié en la vida, a los aledaños de la plaza del Alcázar, a pedir un favor a los poderosos.

Muchos de estos desdichados se embarcarán a las Indias y ya no volverán. Y por todas partes de la ciudad, pedigüeños, mendigos, saltimbanquis, contadores de romances, charlatanes que en cualquier atrio te venden el último remedio para la caries o el dolor de huesos por un maravedí. Por las calles se vende cualquier cosa. Hasta pedacitos de barro, que las damas tragan a fin de acentuar la palidez, signo, como todo el mundo sabe, de belleza. Por la tarde, los nobles se acercan al paseo del Prado o al Pardo a pasear en coche de caballos. Está prohibido que las mujeres viajen solas con los visillos corridos. Pero todo el mundo sabe que no hacen caso.

Después de trabajar, los madrileños gustamos mucho de salir al teatro. Todos los días hay comedia, excepto en Cuaresma, cuando sólo se representan autos sacramentales. Para hacerse una idea de la importancia que otorgamos a las obras de teatro, sólo hay que recordar al genial Lope de Vega. Madrileño, muerto en 1635, fue -y todavía es- una suerte de héroe popular de su ciudad. Su retrato pendía en muchos hogares, ya fueran de nobles o no. Su paseo diario se llenaba de mujeres y hombres que le requerían para besarle o para solicitar su bendición, como si fuera un santo.

Además del teatro nos gustan, claro está, los toros. Nadie en Madrid falta a la plaza Mayor cuando hay corrida. Ni el mismo rey, del que dicen, por cierto, que ha toreado alguna vez. Se instalan unos andamios, se tapian las salidas, y los que viven en la plaza tienen que abandonar obligatoriamente su casa para dejar sus balcones a los nobles y a los altos cargos.

En esta misma plaza Mayor se celebran los juicios públicos de la Inquisición a las personas acusadas de brujería, que terminan por lo general abrasadas en la hoguera.

Otro de nuestros entretenimientos favoritos -aparte de darle al naipe- es el Carnaval. Las mujeres se embadurnan la cara con polvos y arrojan a los hombres cáscaras de naranja. En las calles se colocan cuerdas que el peatón no ve y cuando éste tropieza y cae, se le arroja agua maloliente, o un perro, o un gato.

Al Carnaval, le sucede la Cuaresma, y a la Cuaresma la primavera, y a ésta el verano de aquí, seco y asfixiante. últimamente es moda enfriar todo -hasta el caldo- con nieve que se trae de la sierra en mulas y no hay madrileño que desprecie el agua fría de jazmín, o de canela, o de clavel.

Los inmigrantes de toda España que vienen a instalarse en la Corte se asombran de que por las calles se vendan estas aguas heladas, pero a los pocos meses ya se han aficionado como cualquier natural de la Villa. A su vez, los inmigrantes están cambiando nuestra ciudad. Pronto el muro que rodea Madrid será incapaz de contener su vertiginoso crecimiento".Este reportaje ha sido elaborado con la colaboración de la especialista Virginia Tovar.

Sobre la firma

Antonio Jiménez Barca
Es reportero de EL PAÍS y escritor. Fue corresponsal en París, Lisboa y São Paulo. También subdirector de Fin de semana. Ha escrito dos novelas, 'Deudas pendientes' (Premio Novela Negra de Gijón), y 'La botella del náufrago', y un libro de no ficción ('Así fue la dictadura'), firmado junto a su compañero y amigo Pablo Ordaz.

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