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De ruinas y fuentes

A ellos no les interesan las ruinas, ni la historia monumental de la monarquía española, ni el patrimonio cultural de los madrileños, ni el sentido común, ni la opinión o los sentimientos del pueblo llano. A ellos lo que les chifla es excavar subterráneos bajo nuestros pies, revestirlos de cemento, iluminarlos con luces fluorescentes, rellenarlos de fragor y dióxido de carbono, construir patéticos y deshumanizados mandos clónicos sin sol ni risas, sin fauna ni flora, sin vida. Todo sea por el omnímodo y omnipresente automóvil, aunque el muy desagradecido siga incrementando su presencia en la vía pública de superficie hasta extremos de acoso, angustia y desesperación. Ellos no nos han consultado, ¡pobres gurriatos insignificantes, nosotros, sin voz ni voto sobre nuestro pueblo! y ni siquiera, que se sepa, han tenido la deferencia de recabar la opinión del Rey acerca de la tropelía perpetrada bajo sus reales napias. Ellos, el Ayuntamiento y la Comunidad, por una vez en perfecta y armónica simbiosis y actuando con nocturnidad, premeditación y alevosía, acaban de consumar la mayor alcaldada que se recuerda en este Madrid mártir, víctima tantas veces de la prepotencia municipal ("alcaldada", cuán sabio es, y qué poquitas ilusiones se hace, nuestro vocabulario). Así que nos robaron para siempre, visto y no visto, esa Casa del Tesoro y ese Jardín de la Reina tan laboriosamente excavados y estudiados en la calle Bailén. Que le pregunten por tal laboriosidad al cura Luis Lezama, infeliz propietario del Café de Oriente, y a los demás empresarios damnificados de la zona. Que les pregunten por su paciencia evangélica, los millones perdidos, el desprestigio ante su público. Para, al final, izas! "el tío Paco con la rebaja". Y, en torno a la tropelía propiamente dicha, hay toda una urdimbre de omisiones, silencios cómplices, falaces explicaciones y medias tintas para justificar por qué se ha atendido únicamente el informe de la tal señora Andreu -a saber de dónde procede, y si existe sólo en su iconoclasta desdén hacia el patrimonio histórico y el "hecho diferencial" madrileño- e ignorado olímpicamente el de su colega señor Retuerce, acérrimo partidario de la conservación de las ruinas. Tesis avalada, además, por una serie de nombres de prestigio dentro de los ámbitos de la arqueología española. Claro que algunas de las frases proferidas con ocasión del triste suceso resultan más horripilantes aún que los silencios. Por ejemplo, las del profesor Mora, presunto "árbitro" de los contrapuestos informes emitidos por la señora Andreu y el señor Retuerce, respectivamente, quien dijo, interpelado sobre su importante labor arbitral, "ni se me requirió ni me pronuncié, porque no soy experto". Por ejemplo las del señor Guijarro representante municipal de Obras, quien afirmó "nosotros no decidimos sobre esto, nos limitamos a informar de lo que hay, nos hemos gastado 500 millones en trabajos arqueológicos...", ¡pues qué bien! Aunque la guinda o guindón la haya puesto el ínclito señor alcalde, missing durante los días de la sumarísima condena y destrucción de las ruinas pero que regresó a Madrid puntualmente una vez culminadas para rendir homenaje mariano a la Virgen de la Paloma, castizo que es él, declarando sobre su propio papel en el derribo, en narcisística primera persona, "he hecho un gran beneficio al patrimonio cultural". O sea, "había un problema y lo hemos resuelto".Y, bueno, a ellos tampoco les gustan las fuentes, hecho insólito, tan inexplicable como su aversión a las ruinas pero que está ahí, "¡se siente, se siente!". ¿Por qué, Dios mío, por qué? Con la propensión de estos señores al despótico hermetismo, lo más probable es que los madrileños no nos enteremos jamás de las profundas razones que abonan tan extrañas inquinas. Pero el caso es que otro ukase municipal parece haber proscrito de hecho las fuentes de beber de toda la vida. Los lectores de EL PAÍS se quejan, por ahora mansamente, de tan incomprensible anomalía, incomprensible sobre todo -recordemos aquello de "dad de beber al sediento"- en unos ediles tan píos como quienes ahora gobiernan la urbe. Dicen ellos, los lectores, que sus niños se desecan, criaturitas, que sus abuelitos se deshidratan en la vía pública. ¡Por favor, hagan algo antes de que sea demasiado tarde! Por lo que toca a las urbanas fuentes originariamente ornamentales, casi ninguna mana ya. No me queda espacio aquí para enumeraciones, y menos aún exhaustivas, pero permítaseme citar como ejemplo y símbolo la que el "viejo profesor" mandó erigir en la plaza de la Provincia para celebrar nuestra accesión a la entonces Comunidad Europea. Bueno, ya era un espanto entonces, pero ¡anda! que ahora... Agua verde, archiestancada, repleta de colillas, jeringuillas, carroñas indescriptibles. Un asco.

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