La fiesta en paz
El narcisismo colectivo desconoce límites. La familia Quirós, por ejemplo, no se quedó corta a la hora de ponderar la antigüedad de su linaje: "Antes que Dios fuera Dios, y los Velasco Velasco, los Quirós eran Quirós". Sólo un punto más modesto, la jota popular navarra exalta nuestra valentía hasta situarla por encima de la mismísima omnipotencia de su creador. Si a los demás simplemente se les supone, el coraje del navarro alcanza tal magnitud "que ni Dios pué contigo, porque Dios te hizo así". Ahí queda eso.Ya me perdonarán mis paisanos que exprese ciertas dudas acerca de tan proverbial valentía. Pues ésta, dice el filósofo, es la virtud que nos hace plantar cara a lo temible en la ocasión debida y en el modo y grado en que es debido. No ha comparecido tal excelencia, que se diga, a la hora de denunciar a su tiempo a los políticos componentes de esa acreditada "trama navarra" de la que bastantes tenían sobrados indicios. Pero vengamos a otro frente de batalla más amplio y abrupto para medir el arrojo de sus bravos. Así como nuestros antepasados requetés se equivocaron en 1936 acerca de qué era entonces lo temible y se volvieron ellos mismos objeto del pavor de muchos, sus nietos abertzales incurren ahora en parecida perversión. No son ellos los valientes, sino que nos toca a los demás ser valientes frente a ellos.
Era el día 6 de julio pasado, y en medio de la muchedumbre de mozos que aguardaban ante el Ayuntamiento de Pamplona el chupinazo anunciador de los sanfermines se desplegó una pancarta en la que ETA nos deseaba felices fiestas. Acordes con su consigna de que "fiestas sí, borroka (lucha) también", los iluminados guerrilleros de cada fin de semana recordaban amenazadoramente su presencia. "Freedom for the Basque country", "Euskal Herria askatu", rezaban los pasquines de las paredes. Mientras el pueblo sufre su opresión -se advierte-, nadie debe disfrutar, salvo a condición de rumiar a cada instante el dolor general. Que nadie se permita dar la espalda a la presunta tragedia colectiva, a menos que quiera precipitar tragedias reales siempre pendientes. Uno de los ritos presanfermineros más observados por las gentes del lugar consiste en susurrarse entre sí cuándo se romperán las fiestas de ese ano. Más o menos como cuando se avecinan las de Vitoria, Donostia y Bilbao, que en esto de la amenaza y el miedo no hay mayores distingos.
Es bien probable que el País Vasco y Navarra recobrarían un talante, si no más festivo, siquiera más amable y variopinto en cuanto ellos desaparecieran de escena. Pero semejante expectativa, entendida como una enorme ingratitud hacia sus desvelos, enardecería aún más la moral del combatiente. Para aquella desafiante invitación que menciono contaban con el beneplácito seguro de bastantes: electores de Herri Batasuna, huestes de Jarra¡, gente "maja" rebosante de buena voluntad... Los mismos, unos y otros, que se afanan en sembrar de ikurriñas año tras año el recorrido del Tour, el trayecto del encierro o las calles de municipios en fiestas donde habitan dos abertzales de BUP. La tele manda, y es preciso que el mundo entero deduzca de esas imágenes el fervor patriótico de un pueblo que rehúsa orgulloso someterse al español.
Si la fiesta fuera la irrupción de lo extraordinario en lo cotidiano, la lógica pediría a los alborotadores diarios hacer un descanso durante el paréntesis festivo y dedicarlo a la meditación o a las obras de misericordia. Pero ¿no han proclamado asimismo los antropólogos que es el espacio de la transgresión? Pues tan festivamente legítimo será pillarse una trompa etílica (que ahí acaba la transgresión de los más) como agredir al alcalde o entonar en el tendido eso tan bonito de q ue "en Euskadi se prepara -pim, pam, pum- la revolución". Si la fiesta es el momento de la subversión, lo mismo da la subversión festiva que la terrorista. Puestos a festejar, en las recientes fiestas de Ordizia, grupos de jóvenes piadosos festejaban el otro día con alcohol la noticia de un vecino que agonizaba de cuatro tiros etarras a las puertas de su local. Fue entonces cuando sintieron al máximo su pertenencia al Pueblo.
Volviendo a Pamplona, el caso fue que la policía no intervino, es de suponer que a fin de prevenir males mayores y privar así de apoyos a los que sólo la careta de perseguidos les procura alguna constancia de su existencia. Pero los demás fieles allí congregados para celebrar la repetición de lo mismo? Bueno, pues parece que a unos cuantos se les ocurrió como toda reacción corear frente a los contrarios el santo y seña opuesto de "fiestas sí, política no". Y aquí no se sabe qué deplorar más: la terca brutalidad de los destinatarios de esta nueva consigna o el simplismo ramplón y la cómoda abstención de quienes la vocearon.
Pues en modo alguno cabe imaginar que ETA y sus compinches civiles hacen política (al menos, en su sentido más propio), cuando lo que tratan es de impedirla a toda costa. Lo suyo es hacerse fuertes en la barbarie prepolítica, y cuadra mal denominar política a lo que representa tan sólo un evacuatorio de sentimientos mal fundados, de rabias incapaces de convertirse en propuestas para el debate, de frustraciones individuales que sus propios sujetos no se avienen a confesar.
Pero aún es más falso que, porque los ciudadanos estén de fiesta, deba hacer fiesta también la política y suspender su actividad. No diremos esa vaciedad de que todo es político, pero sí que nada tiene lugar en una sociedad humana más que desde la política. Ella es la que, tras preservar nuestra misma existencia, asegura también nuestra fiesta, que no sería posible sin una corporación municipal y sin unos servicios públicos que la cuidaran. ¿O acaso el lema que pretendía negarla ("fiestas sí, política no") resulta de carácter menos político que su contrario? Tan sólo expresa a gritos el fatal descrédito de la política entre la mayoría y su consentimiento de abandonarla a los profesionales de la fuerza.
Parece como si esa mayoría despolitizada sólo se aventurase a dar la cara (o sea, a politizarse) cuando le tocan su programa festero. Que durante el resto del año, los de la siniestra pancarta de enfrente campen a sus anchas, que cada día destilen sus disparates en los institutos, en la universidad o en la prensa..., eso no va con ellos. A ellos, y en fiestas, que no les quiten lo bailable. Pero lo más seguro es que, si reaccionaran durante el resto del año como ciudadanos frente a estos nuevos niños salvajes, si trataran de armarse de ideas contra el provisto de explosivos y probaran a enseñar aun al que no quiere aprender, tendríamos la fiesta en paz. Por decirlo de otra manera, cuando la consigna habitual fuera "política sí, terror no", "sí a la razón que discute, no al fanatismo que mata". Porque lo grave de verdad sería que el mal que arraiga entre nosotros (el de la violencia de los medios, pero no menos el de la sinrazón de los fines) se hubiera vuelto banal de tan repetido y desapercibido de tan banal.
A fin de percibirlo y afrontarlo, hace falta ante todo valor para desafiar la opinión común de la cuadrilla, para atreverse a pensar por propia cuenta y riesgo. Bastante más valor, por cierto, y mostrado de forma más regular, que el requerido para ponerse ante seis toros en la cuesta de Santo Domingo. Lo demás -la entrega a lo normal, la tolerancia de la necedad o de la barbarie, la inmersión acrítica en la jarana- es pura cobardía.
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