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De la cuna a la tumba

Joaquín Estefanía

Conseguir la protección social del ser humano, habite en el lugar que habite, desde que nace hasta que muere, ha sido hasta ahora la más hermosa de las utopías del progreso. En eso consistió, en esencia, el socialismo factible, aquel que empezó a construirse en Europa en el consenso posterior a la II Guerra Mundial. Educación, sanidad, el sustento para sobrevivir en el caso de que no encontrase un trabajo -es decir, que fallase coyuntural o cíclicamente el pleno empleo- y el dinero necesario para continuar, al llegar el ciudadano a la tercera edad y jubilarse, esto ha sido el welfare, la providencia, cuyo destino era extenderse a todas las zonas del planeta. Ser protegido de las inclemencias de la mano invisible del mercado desde la cuna hasta la tumba.El funcionamiento equilibrado del Estado de bienestar ha sido (sobre todo desde que se descubrió lo que de verdad había en el interior del socialismo real) el cenit del desarrollo de la sociedad, y así fue hasta la década de los ochenta, en la que la revolución conservadora y la crisis fiscal del Estado -una por razones ideológicas y la otra por motivos instrumentales- lo ponen en cuestión. El Estado de bienestar tenía como. objeto proteger a los perdedores (o a los menos ganadores) de la evolución económica; los trabajadores sabían que, cuando venían mal dadas, el Estado, ese invento europeo, los protegía hasta que recuperaban la normalidad. Y ello llegó a formar parte de la cultura general -de los derechos adquiridos- de todos nosotros, al menos de los europeos: para esto también queríamos los españoles entrar en la Comunidad Económica Europea, para disfrutar de su ejemplar Estado de bienestar.

Pero desde hace algún tiempo, las cosas no son así. La globalización económica ha creado otras reglas del juego y asistimos, un día sí y otro también, a intentos de desmantelar ese welfare, con el pretexto de su imposible financiación. Esta globalización está aumentando, de forma acelerada, el número de descontentos. En todas las encuestas observamos cómo la seguridad vuelve a adquirir enorme importancia para los ciudadanos, que se muestran cansados de las reformas inciertas que han dominado los últimos años y de los permanentes ajustes macroeconómicos; mientras los mensajes oficiales insisten en la necesidad de más flexibilidad, los ciudadanos buscan clavos ardiendo a los que agarrarse. Como consecuencia de ello aumenta la distancia entre lo que dicen las élites y lo que piensa la gente de la calle, que va desconectando de la esfera pública a su vida privada; la desconexión entre la política y la vida cotidiana es un fenómeno generalizable.

Entre estas élites están, desde luego, los economistas y los políticos, con quienes hay un problema: han venido defendiendo desde hace mucho tiempo que la globalización, la mundialización de los intercambios de bienes y servicios, era buena para la humanidad, ya que ampliaba la llegada de los flujos de riqueza a lugares donde jamás hubieran arribado con barreras arancelarias y fronteras. Lo cual es cierto, pero siempre en el bienentendido de que la excepción, quienes se quedasen al margen de la globalización, serían, como siempre, protegidos por sus beneficiarlos: éste era el pacto implícito. Y no es así: cuando los perdedores de la globalización del mercado apelan a la protección de los Estados, éstos están en retirada y no existen otros instrumentos alternativos de cobijo.

El último ejemplo de desmantelamiento del weIfare lo contemplamos este mes de agosto en Estados Unidos, como una maniobra preelectoral. Uno de los sucesores de Franklin Delano Roosevelt -el padre del new deal-, el presidente demócrata Bill Clinton, ha recogido la esencia del programa republicano y ha cumplido lo que prometió en su último discurso de la Unión: la era del Estado protector ha terminado; en el futuro, el Estado no podrá ser la respuesta para los problemas de los ciudadanos. Entonces, ¿quién protege a esa considerable legión de desheredados -en Estados Unidos hay 40 millones de pobres- a los que ha marginado el fuerte crecimiento económico de las últimas dos décadas? La razón de esta reforma es el intento de evitar la bancarrota del sistema de asistencia pública norteamericano y evitar que se instale, de modo definitivo, una forma de vida de los que parasitan al welfare de modo permanente.

Patrick Moyniham, uno de los senadores que votaron en contra de la ley de Clinton (y uno de los intelectuales liberales, en el sentido norteamericano del término, más. prestigiosos), ha dicho que "esto no es la reforma del welfare, sino el final del mismo. Es el primer paso para desmantelar un contrato social en vigor desde los años treinta. No tengo ninguna duda. de que el próximo paso será el de acabar con la seguridad social, con la asistencia sanitaria y con las pensiones". Al fin y al cabo, es lo que está sucediendo en otras partes.

Corre prisa cortar con estos recelos que genera la globalización económica, si no se quiere volver a tiempos pretéritos en los que pesquen los que defienden otros experimentos que ya han demostrado su nocividad: el proteccionismo, la xenofobia hacia los competidores de otros lugares, la demagogia de las soluciones fáciles, etcétera. Hace unos días, en este mismo periódico, el profesor de la Universidad de Georgetown Norman Birnbaum reflexionaba que los norteamericanos (y se puede extender esta reflexión al resto de los ciudadanos) influyen muy poco frente al poder del mercado. Educados para creer que son individuos que gozan de libertad, no pueden articular el hecho de que sus derechos como ciudadanos, sus deberes como personas, no cuentan ante la brutal arbitrariedad de la economía. Les han dejado sin voz. No pueden describir ni comprender los determinantes de su situación económica, y están obligados a renunciar a sus derechos como ciudadanos cuando cruzan el umbral de su lugar de trabajo.

Alguien tan poco sospechoso de políticamente incorrecto (o de económicamente incorrecto) como Ethan B. Kapstein, director de Estudios del Consejo de Relaciones Exteriores, ha escrito (véase la revista Política Exterior, número 52) que "ésta es una época de inseguridad económica, creada por profundos. cambios en el comercio, las finanzas y la tecnología. Para que la globalización siga adelante, las autoridades de cada país deben desmentir a quienes afirman que es una maldición para los intereses de los trabajadores. La mejor forma de demostrarlo es restaurar el crecimiento y las oportunidades. Las prácticas económicas restrictivas puede que fueran necesarias cuando se idearon en los años ochenta para estabilizar los mercados financieros, pero han perjudicado a demasiadas personas durante demasiado tiempo". El profesor afirma que muchos de los actuales dirigentes políticos, "como la élite alemana de Weimar", desdeñan la creciente insatisfacción de los ciudadanos, los movimientos políticos extremistas o el infortunio de los parados de larga duración y de los trabajadores pobres, frente a la ortodoxia presupuestaria y el rigor económico.

Si esto no se matiza, si se da pábulo a los que quieren desmantelar la protección social sustituyéndola por nada, o si se engaña a los ciudadanos con medidas contradictorias hasta lograr que pierdan la confianza, todos podemos tener problemas' que se sustancien no en los lógicos cambios de Administración, sino en un futuro tenebroso de regresión.

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