Lectura de verano
Quizá sea verdad que el hábito de la lectura pertenezca a un tiempo que no es exactamente el de ahora mismo. Me refiero a la verdadera lectura, al sumergirse gradualmente en un libro igual que un buzo atraído hacia el limo del fondo del mar por el peso de plomo de sus zapatones, a la lectura que excluye el mundo alrededor, que se convierte en una tarea mayor, sustantiva, de largas horas diarias, como la convalecencia para los solemnes enfermos alemanes de La montaña mágica. Ahora, en estos días de calma en los que no hago prácticamente nada más que leer, rodeado de un perfecto silencio en posición casi horizontal, me doy cuenta de que a lo largo del año anda uno demasiado atareado y demasiado disperso como para dedicarse de verdad a la lectura, y que los libros, en los que uno debe adentrarse como en las densidades ingrávidas de un sueño muy profundo, tienden a ser entretenimiento sin mucha sustancia, sueños demasiado rápidos o superficiales como para alimentarnos el alma y la imaginación y fortalecemos la vida. Lee uno sin sosiego, a saltos, en diagonal, y no por el gusto limpio de leer, sino por ponerse al día, por la presión publicitaria de la actualidad, incluso por malevolencia: algunas veces se abre y se inspecciona un libro con la simple intención de comprobar que es tan malo como uno había calculado, y en esa actitud hay un punto de encanallamiento menor que enturbia las mejores disposiciones del espíritu.De esas lecturas superficiales y fragmentarias, acaba uno tan estragado como de las malas comidas, nervioso, mal alimentado, pero suele vivir tan inmerso en el ruido de todos los días que sólo se da cuenta de lo que estaba perdiéndose cuando logra de tenerse y abre un libro y empieza a leer de verdad, a leer como leía en la infancia, horas y horas es condido al fondo de la casa y tumbado en alguna parte, tan poseído por la lectura como cuando descubría a Cervantes, a Verne, a Proust, a William Faulkner. De ese modo de leer, que exige pereza, disposición de ánimo, quietud y mucho tiempo por delante, hablaba el otro día en estas páginas el gran Derek Walcott, que es sin duda uno de los poetas mayores de estos tiempos, pero que en las fotos tiene pinta de cualquier cosa menos de Premio Nobel de Literatura.
Con sus gorras de pobre, sus vaqueros y sus zapatillas deportivas, Walcott se parece más bien a esos emigrantes africanos a los que el Ministerio del Interior español devuelve narcotizados a los aeropuertos de Mali o de Guinea Bissau, pero además tiene el coraje de declarar en voz alta lo que a otros se nos olvida o nos da pudor decir: no importa que el número de personas que leen libros sea muy inferior al de quienes miran la televisión, porque en la soledad y en la deliberación de la lectura hay algo de sagrado. Las palabras literales que usa Walcott tienen al mismo tiempo exactitud y entusiasmo, y me describen a mí mismo mi tarea de estos días, mi regreso a la casa antigua, protectora e intacta de la lectura: "Escogemos un lugar tranquilo, en silencio, y comenzamos a leer con un respeto que puede convertirse en reverencial".
Empieza uno a preguntarse si leer no será una forma de vida, un oficio que exige, para lograr cierta maestría, tantas horas diarias de dedicación y sosiego que apenas nadie está en disposición de cultivarlo.. A los grandes lectores me los imagino siempre como lectores antiguos, como rentistas solitarios y uraños: Josep Pla leyendo las memorias inabarcables del marqués de Saint-Simon durante los inviernos rurales en su masía del Ampurdán, Pío Baroja pasando los meses entre junio y octubre en su casa de Itzea y dedicado únicamente a leer y a caminar por el campo, a estudiar la historia y el alma humana en los libros y los detalles de la vegetación y de las estaciones en aquella Arcadia a la que se retiraba todos los años. ¿Y qué hacía Stendhal, en su consulado tedioso de Civittavecchia, sino leer e inventarse recuerdos de mujeres y escribir novelas que no empezarían a encontrar sus lectores hasta varias generaciones después, según él mismo calculaba, no sin melancolía?
A Stendhal, por ejemplo, hay que leerlo ahora, en verano, con mucho tiempo y mucha tranquilidad por delante, pues sólo entonces nos volvemos de verdad huéspedes de su imaginación y semejantes y contemporáneos de sus personajes. A mí me intriga siempre que cuando llega el verano todos los periódicos se dediquen a recomendar las lecturas más frívolas, los best sellers fabricados más industrialmente, las vulgaridades más de moda. Justo ahora es el momento de dedicarse a los libros mejores, a los poemas que cristalizan el tiempo en unas cuantas líneas de simultánea claridad y misterio, a las novelas que resumen épocas y vidas en unos cientos de páginas, porque eso es lo que una novela debe darnos, la sensación íntegra de una experiencia y de una época, la intensidad de una biografía imaginaria vivida como si fuera la nuestra.
Es verdad lo que dice Derek Walcott: en la elección de un libro, en la decisión de leerlo, hay algo de sagrado.Al emprender el viaje, en medio de la confusión de los preparativos, una de las tareas más serias es detenerse a pensar en los libros que llevará uno consigo, porque una lectura equivocada puede volvernos estéril el tiempo tan valioso y tan breve del que disponemos. Viajamos con nuestro libro a un lugar donde intentaremos edificar una isla transitoria de indolencia y de calma y al cabo de un par de días descubrimos que a donde hemos viajado. de verdad es al libro que estamos leyendo, y que éste se nos ha convertido en nuestro reloj y en nuestra brújula, en nuestro mapa del mundo, en nuestra casa hospitalaria de palabras leídas en silencio. Cuando regresemos, cuando nos vuelvan a atrapar las temibles obligaciones de septiembre, la nostalgia del lugar donde ahora descansamos será en gran parte la nostalgia del libro que nos acompañaba, del simple paraíso de leer.
Babelia
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