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Sacrificios

Enrique Gil Calvo

Cuando finaliza el curso político, parece oportuno adelantar un apresurado balance de los cien primeros días del nuevo Gobierno. ¿Aprobado en la lucha antiterrorista, cero pelotero en materia cultural y pendiente para septiembre en asuntos económicos? Caricaturas al margen, debe reconocerse su habilidad para desviar la atención: gracias a la cruzada retórica emprendida por sus hooligans neoliberales, el Gobierno ha conseguido que nos olvidemos del incumplimiento de su programa populista, pasando a discutir tan sólo las cifras técnicas de un ajuste aparentemente ineluctable. Se escamotea así un debate que debiera ser ante todo político, al enmascararlo tras la jerga tecnocrática de rigor. Pero debemos rebelarnos contra esa definición de la realidad, impuesta por el Gobierno como la única agenda posible. En contra de cuanto se dice, el problema es político, y no técnico.Por supuesto, queda fuera de duda la conveniencia de reducir el ingente déficit público español. Y ello exige sacrificios indudables. Ahora bien, esta necesidad no impone ninguna solución de antemano predeterminada, pues se podría atajar el déficit de muchas maneras, y hay que elegir entre todas ellas, a sabiendas de cada elección: ¿Cómo distribuir socialmente los sacrificios necesarios? Es decir, ¿quién debe pagar el coste del ajuste?. ¿Todos en general o algunos más que otros? Creo que aquí reside el auténtico debate, que hasta ahora resulta enmascarado con argucias del contable.

Pues lo cierto es que los recortes plantean importantes problemas políticos. Ante todo, el de quién va a decidir qué sacrificios. Parece claro que la derecha empresarial va a ser la decisoria, dada la impotencia de la izquierda, principal artífice del déficit. Pero el que la iniciativa la lleven los empresarios unilateralmente, sin contar con los asalariados, determina de por sí un claro sesgo en la dirección que se adopte. Piénsese en la privatización del sector público. ¿Por qué se resisten tanto los sindicatos? Pues porque defienden sus derechos adquiridos. En efecto, los asalariados se consideran los principales propietarios del Estado, ya que son sus primeros contribuyentes, frente a la flagante evasión fiscal de profesionales y empresarios que les mueve a desentenderse del Estado y a malvenderlo gratuitamente.Otro problema político es el de para qué sacrificarse. ¿Con qué incentivos se puede estimular la aceptación de los recortes? Ésta es una cuestión de credibilidad, pues ¿acaso cabe fiarse? Piénsese en el despido libre. Se nos dice que, si se abarata su coste, puede que a corto plazo aumenten los despidos, pero a largo plazo se creará mucho más empleo. ¿Cabe creerlo? Sería como renunciar al pájaro en mano a cambio de la vaga promesa de que. ya llegarán ciento volando. Porque además, aunque se aceptase un silogismo semejante, los posibles empleos futuros recaerían en personas distintas, y nunca compensarían los seguros despidos actuales. Los derechos adquiridos que poseen los empleados de hoy son contantes y sonantes, mientras que la promesa de empleo futuro exige una fe que no compromete a nadie.

Pero el más arduo problema político es decidir a quién se, va a sacrificar para que los demás nos salvemos. Parece evidente que eludirán sacrificarse todos aquel. los que lo puedan evitar (y estoy pensando en sectores propietarios y profesionales), porque sus fuentes de ingresos son inmunes a la acción del Estado. En cambio, el resto es muy sensible a la intervención estatal, aunque no todos tendrán que sacrificarse, pues se salvarán aquellos que por la volatilidad de su voto indeciso (y estoy pensando en los pensionistas) serán objeto de deseo de la atención gubernamental. Así que sólo quedan como candidatos al sacrificio los trabajadores actuales, que votan habitualmente a la izquierda. Y dado que el centro derecha tiene electoralmente, poco que perder si castiga a los asalariados, lo más seguro es que los peores sacrificios recaigan sobre éstos. ¿A qué precio?

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