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Tribuna:TRAVESÍAS: ANTONIO MUÑOZ MOLINA
Tribuna
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La música feliz

Antonio Muñoz Molina

Ha pasado por Madrid como un ciclón tropical de vitalidad y de música el gran Paquito D'Rivera, y como yo no he podido ir a verlo, ahora me consuelo escuchando alguno de sus discos y acordándome de otras veces en las que sí lo vi, de otros conciertos de hace años en los que siempre irrumpía sobre el escenario como un tornado, como una deflagración y una resplandeciente catástrofe, con una fuerza en los pulmones de hércules de caseta de feria que se hubiera convertido en saxofonista, con una mezcla de swing acerado y suicida y de jovialidad y desahogo cubano. En el jazz ha habido siempre un hilo de inspiración latino, una temperatura cálida de trombones y bongós que agregó Juan Tizol a la orquesta de Duke Ellington y que se vuelve africana y tórrida en los ritmos que tocaba con sus dos manos de brujo el misterioso Chano Pozo, que perteneció en Cuba a una sociedad secreta de cultos animistas llamada los Nañigos y se marchó a Nueva York para tocar brevemente con Dizzy Gillespie, justo antes de que lo mataran de un tiro en circunstancias no aclaradas nunca, pero que muchos suponen vinculadas a la clandestina religión africana de la que Pozo habría apostatado marchándose de Cuba.Paquito D'Rivera es otro apóstata, otro cubano fugitivo que más de 30 años después de la muerte en Nueva York de Chano Pozo se acogió igual que él a la hospitalidad generosa de Dizzy Gillespie, a quien podría llamarse el más cubano de los músicos de jazz, el más proclive de todos a dar a su música una encarnadura densa de ritmos latinos, un fervor de bolero y de mambo. En 1980, Paquito D'Rivera, que estaba en el aeropuerto de Barajas, a punto de subir a un avión de regreso a Cuba, facturó una maleta llena de piedra y de ropa vieja y se quedó en Madrid, y no mucho después ya estaba en Nueva York, tocando con Dizzy, trabajando a destajo en ese oficio laboral y glorioso que es el de los músicos de jazz, libre de la claustrofobia del país que necesité abandonar para convertirse en él mismo. Contaba el otro día en este periódico que una vez se encontró con el Che Guevara, y que éste le preguntó que en qué trabajaba, y cuando Paquito le dijo que saxofonista, el comandante insistió: "No me refiero a eso, quiero decir su trabajo verdadero".

La primera vez que yo vi a Paquito D'Rivera fue en 1982, en Granada, en un concierto donde la estrella iba a ser Dizzy Gillespie. Casi nadie, al leer los carteles y los programas, se había fijado en el nombre de aquel saxofonista que acompañaba a Dizzy, y tal vez por eso su aparición fue más espectacular, porque nos tomó a todos por sorpresa, sin previo aviso. Aquel individuo que surgió de pronto en el escenario con un traje inverosímil de cuero negro y un sombrero de spaguetti western miniaturizando con corpulencia y ni el tamaño de sus manos el saxo alto que sostenía entre ellas, era un hércules moreno le la música, un sansón de barraca le feria que se movía como enajenado y ocupaba el escenario entero, hinchando la cara el pecho para soplar los agudos más extremos, haciendo oscilar las caderas como en un baile de pueblo, muriéndose de felicidad mientras recorría con una rapidez suicida el estribillo de esa canción cuyo título basta para conmoverlo a uno: All the things you are.

Desde una esquina del escenario, Dizzy animaba jovialmente a Paquito D'Rivera, y casi no tocaba él mismo, le respondía a veces, lo desafiaba, le lanzaba con su trompeta estrambótica y cubista un esbozo o un garabato de canción, y Paquito D'Rivera saltaba tras ella con una codicia ávida de perro cazador, y la traía de vuelta con gozoso entusiasmo, con un orgullo de discípulo ante su viejo maestro, quien a la vez lo incita y se complace en la explosión de su talento, y se acuerda de los tiempos en que él mismo tuvo ese empuje y esa rabia de juventud.

Algún tiempo después, cuando Paquito volvió a tocar en Granada, ya venía a la cabeza de su propio grupo, y traía consigo un disco, que yo estoy escuchando ahora mientras escribo, y que se titula Why not. Hay discos que nos acompañan a lo largo del tiempo con más asiduidad que otros, y por ese motivo acaban formando parte de la vida de uno, que ha depositado en ellos sin darse mucha cuenta un archivo cifrado de sensaciones y experiencias antiguas. Hace 10 años yo estaba intentando inventar a un pianista de jazz que componía una canción titulada Lisboa sin haber estado nunca en esa ciudad, que por entonces tampoco yo conocía: lo que hice, para describir esa canción inexistente sobre una ciudad en la que yo no había estado, fue escuchar muchas veces una balada de Paquito D'Rivera llamada Brussels in the rain. Ahora mismo la oigo y me vuelve a la vez el tiempo en que inventaba y escribía esas cosas, y el eco que la música despertaba entonces en mi alma, y me parece que esa canción suena en mi vida pasada y en las páginas de ese libro que ya no estoy muy seguro de haber escrito yo, o de que sea o continúe siendo mío, del mismo modo que la canción no es mía ni se llama Lisboa.

Una noche, después de un concierto en el que Paquito D'Rivera había tocado con Tete Montoliu, tuve la oportunidad de cenar con ellos, y le dije a Paquito que me parecía que él tocaba la música más feliz que yo había escuchado nunca. Frente a él, como en otro mundo, apacible y rígido, Tete Montoliu alisaba con sus dedos blancos el borde del mantel, con un aire ausente de vendedor de telas. Cansado todavía, después de tocar torrencialmente más de tres horas, Paquito me contestó con una gran carcajada cubana:

-Y cómo no voy a hacer una música feliz si me escapé de aquella mierda de Castro.

Han pasado ocho o nueve años desde entonces, pero en las fotos que han publicado estos días los periódicos Paquito D'Rivera sigue teniendo el mismo aire de laboriosidad jovial, como de agradecimiento y asombro continuos ante las peripecias de la vida y los dones de la música. Como el lunes no pude ir a escucharlo en la quietud de la noche de julio, ahora he puesto la samba que él compuso para Carmen McRae y toda la' casa se me ha llenado de la música feliz de Paquito D'Rivera igual que cuando al atardecer un golpe de viento abre de pronto los postigos e irrumpe en las habitaciones un viento fresco de tormenta y de lluvia.

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