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FERIA DE SAN FERMÍN

¡Al fin un torero!

¡Un torero, al fin, en la feria! Se llama José Tomás, llegó de sustituto y a punto estuvo de armar la revolución.No armó la revolución José Tomás porque falló con la espada -es su culpa- mas se arrimó de firme, dio muletazos escalofriantes, toreó según mandan los cánones y dejó impresionadísimo al público pamplonés.

Ese toreo ceñido, impávido el torero pese a que los buidos pitones de los toros le rozaban los alamares, no es habitual. Ese reposo con que desarrollaba las faenas, esa autenticidad al citar y embarcar, esa interpretación del toreo en pureza, tampoco son propias de la moderna tauromaquia.

El toreo donde valor y técnica se aúnan, la emoción de dominar un toro íntegro, pertenecen a pasadas épocas. Y esto es lo que trajo a la Feria de San Fermín José Tomás, sustituto de César Rincón, para asombro de propios y extraños. Muchos veían por primera vez en José Tomás la categoría verdadera del toreo y descubrieron que es de una gran emotividad y -belleza.

Cebada / Muñoz, Mora, Tomás

Toros de José Cebada Gago, bien presentados, fuertes, mansos excepto 3º y 6º con casta, en general toreables. Emilio Muñoz: bajonazo (silencio); pinchazo y estocada trasera caída (aplausos y salida al tercio). Juan Mora: ocho pinchazos bajísimos y bajonazo descarado (bronca); estocada corta perpendicular a toro arrancado, rueda de peones y descabello (silencio). José Tomás: dos pinchazos, estocada atravesada que asoma y estocada trasera (gran ovación y salida a los medios); estocada y descabello (oreja).Plaza de Pamplona, 13 de julio. 8ª corrida de feria. Lleno.

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Ya podían estar cantando Clavelitos los mozos de las peñas a pleno pulmón o acompañando con la voz y con el cuerpo el ritmo moruno de Paquito el chocolatero, que cuando José Tomás -quieta la planta, erguida la figura- templaba el muletazo pasándose por la faja la embestida pegajosa e incierta -hasta dejarse coger-, el jolgorio quedaba en suspenso. Y un escalofrío barría los tendidos, todo el mundo en pie, las manos a la cabeza, olés profundos entonados por un orfeón de miles de voces apasionadas, que al torero debían saberle a música celestial.

El rito del toreo también campaneaba a gloria. No es que José Tomás estuviera interpretando la flor de la maravilla, entre otras razones porque el celo incierto de sus toros no se prestaba a ello. Pero el toreo es así, siempre fue así -afrontar el riesgo con gallardía, dominar sin aspavientos las peligrosas acometidas- hasta que llegaron esos toreritos mediocres, esos taurinos incompetentes, esos ganaderos irresponsables y convirtieron la lidia en un escarnio; el arte del toreo en un ejercicio ventajista y soporífero.

Esa modalidad bastarda pretendió ser el toreo de Emilio Muñoz y Juan Mora. De Emilio Muñoz, que conoce el toreo auténtico, se salvan sendas tandas de naturales y de redondos cargando la suerte que le dio al cuarto toro, y todo lo demás consistió en un mal disimulado ratoneo para aliviar las embestidas. De Juan Mora, en cambio, apenas se salva nada.

El problema eran los toros de Cebada Gago. El ganadero los presentó sin exceso de kilos, vareados, con trapío, astifinos, y aunque mansos en la prueba del caballo -no el tercero, que se recrecía al castigo- sacaron casta. He aquí la cuestión. La casta es lo que más preocupa a los toreros. Cuando sale un toro de casta el escalafón entero se estremece.

La casta supone fiereza. A un toro de casta no se le pueden dar pases relamidos. A un toro de casta hay que torearlo con riesgo y hondura o se hará el amo de la situación. En la arena un ejemplar íntegro de casta brava, o manda el torero o manda el toro: no hay otra alternativa.

Juan Mora corrió la mano en dos buenas series de derechazos al quinto, que desarrolló nobleza. Luego destempló los pases y la faena se vino abajo. El compromiso del torero era muy serio, pues en el segundo de la tarde había dado un mitin. Inhibido de la lidia, que transcurrió caótica con peripecias propias de un sórdido herradero, al llegar el turno de muleta trasteó media docena de pases corriendo de un lado a otro y montó la espada.Un griterío de protesta provocó esta súbita determinación de Juan Mora y se fue acentuando a medida que iba pinchando los bajos del toro, totalmente, perdidas la compostura y la verguenza torera. Al noveno encuentro cobró un infamante bajonazo, en medio de un fenomenal escándalo, y el toro, literalmente reventado, murió entre violentos estertores, vomitando sangre a chorros.

Aquellas imágenes repulsivas devolvían la fiesta a las cavernas. Pero duró poco allí pues se hizo presente José Tomás y la puso en los altares. Con valor -y torería la puso en los altares. Y ahí sigue, para lo que gusten mandar.

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