La purga del artista
Decía Lluís Pasqual, a raíz del fulminante cese acusatorio, de la dirección del Centro Dramático Nacional en la que él participaba, que en España a los artistas se les, desprecia, mientras que en otros países se les condecora. Habría que precisar, por un lado, que a excepción de Francia, que mantiene con el arte y sus hacedores una relación excepcionalmente ejemplar, en casi todos los países conocidos se producen conflictos entre el poder y el ego del artista, que suele ser igual de grande que de libre. Recordemos el fenomenal berrinche de Ingmar Bergman abandonando Suecia tras sus problemas con el fisco (luego mimetizado a la italiana, con grotesco pasticcio, por Strehler) o la mutua persecución Thomas Bernhard /Austria, que culminó en la prohibición dictada, por el escritor, poco antes de su muerte, de que su obra escénica se representase en el suelo de su riáis. En Estados Unidos, cuna de las libertades, al artista se le mortifica más sutilmente: hay una permanente vigilancia moral que las grandes instituciones culturales, cadenas audiovisuales, museos y fundaciones, productoras de Hollywood, resuelven a menudo con la encubierta censura del dinero negado,El segundo factor que mi admirado Pasqual omitía es el contexto: La mala educación que el equipo entrante en el Ministerio de Cultura está mostrando (Marsillach, CDN, patronos del Teatro Real, caso Elena Salgado) no es un rasgo político del nuevo régimen, sino un vicio nacional por desgracia no exclusivo de la derecha. Sin enumerar aquí y ahora los errores de gestión cultural surrealista, monumentales y en algunas instancias escandalosos a partir especialmente de 1991, no sería nada difícil encontrar casos flagrantes de estilo tabernario y desprecio artístico entre los responsables de los últimos ministerios de Cultura, y muy en particular en algún pasado director general del Inaem distinguido por el estrecho marco de sus miras, el uso mendaz de los datos y la rectificación de sus falsedades con venganza incluida. Por eso, la queja razonable de Lluís Pasqual habría, a mi juicio, que hacerla extensible a los que han elegido no ya a unos políticos de tal o cual signo, sino un estado de cosas. Al público votante. A todos nosotros.
España sigue siendo un país que no tiene palabra, y poco ha de extrañar que sus dirigentes la incumplan, la olviden, la traspapelen, la den a cambio de nada. Quienes fundamentalmente, reiteradamente, inveteradamente, castigan y desprecian, ignoran o venden muy barato a sus artistas son las gentes comunes, el cuerpo social, del que los responsables culturales, los críticos y, desde luego, los artistas forman parte como extremidades más visibles. Pendientes aún de pasar dos o tres revoluciones estéticas que el mundo civilizado se tragó en su día sin demasiado dolor, el medio cultural español oscila entre un público anclado abrumadoramente en un arte, más que pedestre, rupestre, y una crítica generalista atenta a coronar a los príncipes de cada día, confinando en el osario de la nada a aquellos que tuvieron la desgracia de morir, por muy viva que siga su obra, o quedarse un rato callados (modalidad "enterramiento en vida").
Hablando en términos teologales, que aquí siguen siendo los más celebrados: la mala relación del artista español más exigente y menos modista con su entorno no es un problema de caridad económica o cariño social. Lo que nos falta es fe. Forjado nuestro genio en la cultura visiva y táctil del catolicismo de Trento, en la adoración de las imágenes, el mero contenido de la palabra, la esencia de virtualidad o promesa que el mejor arte siempre encierra, corre en España el riesgo permanente de saber a poco, de aburrir, de perder su grandiosa intemporalidad ante los embates de la rabiosa actualidad. La carencia, naturalmente, se nota más en las artes frágiles ligadas a la palabra, el teatro, la poesía, la literatura de creación, precisamente! los géneros que países de educación protestante (Reino Unido, Escándinavia, Alemania) valoran y patrocinan más. Frente al cielo que culturas más creyentes del arte dan en vida a sus artistas, nosotros ofrecemos dos opciones: el infierno de los malditos o el limbo, de donde le sacamos -generalmente en procesión y con incienso- en la indulgencia de los centenarios. Entre cielo e infierno, al artista cuyo reino no es de este mundo nuestro sin fe le queda el purgatorio. Pero ¿y si no se estuviera tan mal en él?
Babelia
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