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Un polaco en Madrid

Manuel Vázquez Montalbán acaba de publicar una crónica de la vida política madrileña al filo de la "segunda transición", la que para algunos observadores habrá de producirse con el acceso del Partido Popular al poder. La crónica enhebra una larga serie de entrevistas en las que la opinión del entrevistador ocupa ocasionalmente casi tanto espacio como la de los entrevistados. Una licencia literaria sin dada admisible en el caso de un notable escritor, pero que no dejará de sorprender a unos lectores un tanto sorprendidos ya por la rotundidad y la falta de mesura de buena parte de los juicios políticos del novelista y periodista barcelonés.Más allá del contenido de una crónica cuya crítica no quiero abordar, llama la atención el interés de Vázquez Montalbán por consagrar el término polaco como adjetivo despectivo aplicado a los catalanes en la vida madrileña. Insiste una y otra vez el cronista en este propósito, pensando acaso que la insistencia puede resultar al fin el argumento de autoridad, junto a la escueta cita de un diccionario de la jerga española, que termine consagrando su hallazgo político-literario. Entre los entrevistados que ahora mismo recuerdo, solamente uno, el rey Juan Carlos, se carcajea de un epíteto que confiesa no haber oído nunca con esa intención. Vázquez Montalbán, acaso molesto con la incomprensión real, se refiere de inmediato a la formación castrense del Monarca como explicación para tamaño desconocimiento.

Por mucha que sea la insistencia de Vázquez Montalbán respecto a la supuesta obviedad del viso del término polaco como modo de referirse en el resto de España, y en Madrid en particular, a los naturales de Cataluña, pienso que hay unos hechos incontrovertibles a este respecto que no pueden ser borrados a golpes de machacona repetición. El término polaco ha sido utilizado en la vida pública española del pasado sin conexión alguna con la vida catalana. Al pronto, recuerdo vagamente la existencia de viejas banderías en nuestro mundo teatral protagonizadas por "chorizos y polacos". Con mayor claridad me viene a la memoria el sobrenombre de polacos para los integrantes de una fracción del moderantismo español de mediados del siglo pasado agrupada en tomo al conde de San Luis; una calificación sin duda conectada con los orígenes genuinamente polacos de aquel curioso personaje que debió de ser José Luis Sartorius. Y es posible también, aunque en este caso el adjetivo polaco se emplea en su sentido más preciso, percibir el eco de polacos y mamelucos en las evocaciones del levantamiento del 2 de mayo de 1808 contra unas tropas napoleónicas entre las que figuraban soldados de procedencia polaca y egipcia.

Desde finales del siglo XIX a la guerra civil de 1936, la vida española ha conocido significativas tensiones entre las complejas actitudes políticas de signo catalanista y las correspondientes a otros sectores y grupos de opinión de la vida española. Aunque por razones profesionales he tenido un contacto relativamente intenso con la literatura doctrinal y periodística relacionada con esas tensiones, jamás me he topado con el adjetivo polaco en referencia a los catalanes en general o a los nacionalistas catalanes en particular. Deduzco de lo anterior que, en la medida que pueda ser cierta la utilización del término polaco con la intención subrayada por Vázquez Montalbán, la misma debe ser en extremo reciente. De hecho, la primera vez que yo he oído emplear con esta intención el adjetivo en cuestión fue en una película de Makinavaja. Y confieso que entonces entendí su uso en forma muy distinta a como lo hace Vázquez Montalbán en su libro. En esa película, todo daba a entender que la calificación de polaco con intención despectiva hacia lo catalán formaba parte de una "venganza charnega" en relación al uso del catalán como lengua de prestigio.

He hecho algunas averiguaiones informales entre expertos en cuestiones lingüísticas que, además de confirmar mis impresiones anteriores, me señalan el avance del término polaco, en el sentido empleado por Vázquez Montalbán, en algunos ambientes marginales y chelis de la vida madrileña de os últimos años. Parece que el término ha alcanzado un cierto arraigo en algunos ambientes ultras de la afición futbolística. Alguien me ha apuntado incluso la utilización del término en coincidencia con la llegada a Madrid de auténticos polacos en el momento del hundimiento del régimen comunista. Puede decirse en este sentido que la ocurrencia de Vázquez Montalbán no descansa en el vacío. Se trata, sin embargo, de una exageración con unos efectos, y esto me parece que es lo realmente importante, que van mucho más allá del ámbito de la creación literaria.

El hallazgo del novelista tiende a profundizar gratuita e irresponsablemente el foso que, de empeñarnos, podría llegar a separar la vida catalana de la del resto de España. No creo que el escritor barcelonés sea hombre de convicciones nacionalistas catalanas, aunque la socialización en el leninismo-estalinismo hace prudente dejar siempre abiertas las puertas en materia de nacionalidades. He pensado incluso que la insistencia en su condición de polaco resulte una forma singular de afirmación de una catalanidad cuyo paradójico ámbito de ejercicio no sería Cataluña, sino Madrid. Pero me preocupa en todo caso la posibilidad de que el resultado neto de la ocurrencia pudiera ser la contribución al desarrollo de un clima de agravios y enemistades que tan funcional suele resultar para unos discursos nacionalistas preocupados siempre por el amoroso cultivo del enfrentamiento en la materia de su especialidad. Hacer de Madrid una ciudad hostil a la periferia española, particularmente a la vida vasca o catalana, es una injusticia, una manipulación y, salvadas las pretensiones nacionalistas de signo más radical, un lamentable error.

Mirando hacia el pasado, se tiene a veces la impresión de que en las crisis españolas generadas por el problema nacional ha podido llegar a ser más perturbador el papel de los aficionados que el de los genuinos nacionalistas. Es lástima que un escritor del talento y la valía de Vázquez Montalbán, acaso por el deseo de patentar un dudoso hallazgo literario, pudiera terminar resultando animador y jaleador de un clima de recelos e incomprensiones que a ningún demócrata de este país puede beneficiar.

Andrés de Blas Guerrero es catedrático de Teoría del Estado de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED).

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