Un objetivo travieso / avieso
Alberto Schommer ha publicado un nuevo libro de sus Documentos fotográficos. Memorables fueron aquellos que en su día reflejaban -denunciaban, desnudaban- al último franquismo: la serie cruel de los que llamó "retratos psicológicos". Éstas de ahora, que declaran ser Fotografías de la transición (1972-1988), aparecen en el comienzo de la que quiso anunciarse como Segunda Transición formando un volumen orgánico; y vienen a caer muy oportunamente, cual pedrada en un charco, para turbar al menos por un momento el silencio apático de este precoz verano en que descansamos tras el fragor del ruido y la furia del consabido cuento contado por tanto necio, como durante el pasado bienio nos aturdió, enloqueció y entonteció a todos los demás. Si no renuncio en esta ocasión a echar mano de la trillada cita shakespeariana, es porque, en efecto, la sensación de haber asistido como espectador a un drama de malas pasiones estúpidas y miserables está pesando todavía, abrumadora, sobre mi ánimo. Es como si, una vez caído el telón y fuera ya del teatro, en soledad y silencio, viniese uno a darse cuenta de que el espectáculo que tanto pudo afectarle no había sido a la postre sino deleznable tramoya y artificio tramposo.Estas fotografías de Schommer que ahora se coleccionan en. hermoso volumen pertenecen a una etapa anterior: a ese periodo -la transición- que, dándolo ya por pasado a la historia, con tanta profusión se ha rememorado últimamente por todos los medios publicitarios. Y al repasar sus páginas acude a la mente la curiosidad acerca de si nuestro mordaz fotógrafo no habrá estado juntando entretanto, sigilosamente, sus testimonios gráficos del pasado decenio para exponerlos acaso en próxima sazón; y, sobre todo, me pregunto yo, si tal hubiera sido el caso, ¿con qué rasgos atinaría a plasmar el genial talento de Schommer esa grotesca pesadilla del último bienio? Su visión satírica es poderosa e implacable, de un humor tan ácido que justifica bien la cita de Quevedo puesta por emblema al recién publicado libro.
Las figuras que pueblan estos Documentos, como antes las de sus Fotografías psicológicas, fueron sometidas a un tratamiento de atroz crudeza, que suscita reacciones inciertas en el espectador: sorpresa, perplejidad, inquietud, quizá malestar. Pues por debajo de lo circunstancial y concreto de cada ejemplo -de lo que pudiéramos considerar "el material histórico"-, y más allá de cada sujeto particular, muchas de las composiciones fotográficas de tan singular artista revelan una apreciación de la condición humana bastante demoledora, tal cual subraya Vicente Verdú con sagaz acierto en las palabras finales de su prólogo. Uno tras otro, son títeres de guiñol los que se hacen desfilar ante los ojos de quien repasa estas láminas: surgen, hacen su pirueta, y desaparecen luego. Resulta un espectáculo divertido, sin duda; y el efecto artístico de la sátira está logrado. Pero, al fin y al cabo, los modelos vivos de esas figuras de la Comedia del Arte no dejan de ser individuos humanos que se prestaron a desempeñar un papel, a revestir el atrezzo de la farsa, con eventual renuncia a su intrínseca dignidad. Y ¿a qué se debe la fácil docilidad con que se abandonaron en manos del trujimán para que, con mayor o menor sutileza y diversos grados de ensañamiento, los pusiera en la picota?
El propio Schommer refiere, en una entradilla a la sección de su libro donde aparecen la mascarilla del dictador muerto y la descomposición de su imagen fúnebre perpetrada por el artista, que "Franco -me lo contó López Bravo, que fue ministro de Asuntos Exteriores entre los años 1969 y 1973, y al cual hice un retrato, llamado psicológico, con un niño desnudo en brazos que significaba el futuro-, al terminar el Consejo de Ministros de la semana siguiente de aparecer la fotografía de López Bravo, advirtió a los ministros que mientras ejercieran no posaran "para este fotógrafo extranjero"; quien, muy socarronamente por cierto, se felicita de tal prohibición. La anécdota es, en varios sentidos, de reveladora elocuencia.
Sea como quiera, ya durante el acto mismo de presentación de estos Documentos pudo oírse alguna bienhumorada respuesta a aquella pregunta que flotaba en el aire, apuntando hacia los motivos de la vanidad y al afán de pública exhibición en que ha llegado a cifrarse el máximo premio para quienes vivimos en la sociedad de masas. Ya desde los primeros decenios del siglo que ahora concluye pudo advertirse cómo en el verdadero y casi único galardón deseable empezaba a ser cada vez más el de la notoriedad, no importa sobre qué base, o aun sin base alguna. Entre los sutiles deleites que la obra de Proust procura a sus lectores, no dejarán de recordar éstos la equivocación de Madame Verdurín, al desconsiderar con fastidio al barón de Charlus que sólo acudía a su tertulia atraído por una pasión inconfesable, y a quien ella tenía por persona de poca monta cuyo su nombre no sale en las notas sociales de los- periódicos, cuando es -al contrario- la altivez de un rancio aristócrata lo que lo tiene a salvo de tan vulgar publicidad burguesa. Aquella aristocracia declinante era ya una antigualla cómico-patética en las páginas de A la recherche du temps perdu. De entonces acá toda clase de gente se despepita por alcanzar cualquier modo de exhibición pública, aun las más degradantes, como ese vilipendio cotidiano de los concursos televisivos. Bajo las condiciones del mundo actual, ¿es gratificante en sí misma la autoexposición pública, o más bien se ha convertido -agrade o no- en una necesidad, en condición indispensable para actuar con eficacia dentro de la presente sociedad de masas?
Consderaciones generales son éstas que surgen al margen de obra tan estimulante como la de Alberto Schommer, pero a su margen deben quedar por ahora, sin lugar a extenderse más en ellas. Ciertamente, el carácter satírico de la obra salta demasiado a la vista, pero sería un error detenerse en el, destacado aspecto de caricatura pasando por alto su fundamental carácter de creación artística. Se encuentra colocada la obra dentro de perspectivas estéticas que, siendo singulares, entran sin embargo dentro de uñas corrientes generales de la época a las que, en manera genérica y sin precisiones siempre cuestionables, cabe explicar -y así lo hace el propio Schommer- la designación de surrealistas. Al organizar el libro, ha tenido así buen cuidado el propio autor de iniciarlo con una sección titulada 'Recordando el pasado. La dulce violencia. Violaciones. 1972-1973', donde se reproduce una serie de cuadros cuya tonalidad siniestra, opresiva, subraya lo angustioso de la temática; y de cerrarlo con otra sección que titula 'Recordando el pasado. Mundos de amor y violencia. 1978', en la que un colorido vivaz ofrece alivio a lo cruento del asunto representado y consiente deleitarse con los atrevimientos de una despierta imaginación visual.
Francisco Ayala es escritor.
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