Un viejo muchacho llamado Eric
No recuerdo a cuento de qué película escribí que Eric Rohmer roza en ocasiones el enigma de hacer visible lo invisible, pues incorpora a la imagen una, sorprendente por inimaginable, captura física de la fluencia del pensamiento. Pero ahora hay que rectificar aquello, pues se queda corto: en este tramo que corre de su juventud, cuando camina hacia los 80 años, no es que roce ese milagro, sino que lo alcanza; y la materia primordial de su cine es un hermoso y gozoso juego de caza de algo incazable.Esta tercera entrega, la veraniega, de los cuatro cuentos estacionales en que Rohmer se embarcó hace unos años, pese a no ser la que indaga con lupa más gruesa dentro de los (a ojo, invisibles) recovecos del comportamiento, discurre con tanta diafanidad que los vaivenes de su secuencia permiten distinguir con mayor nitidez que en obras suyas más concienzudas ese lado inefable que ha ido apoderándose de su inimitable imitación de la vida. Es este Cuento el retrato -a lo Picasso, simultáneamente frontal y de perfil: algo ya esbozado por Rohmer en un episodio de Les rendez-vous de Paris) de un muchacho que tantea indeciso los pasos que, en forma de crónica veraniega, va dando sobre el movedizo camino por donde avanza su tiempo; y que busca los signos de su (como todas confusa) identidad en el espejo de tres muchachas, que además de una réplica le devuelven tres imágenes de sí mismo diferentes, incluso divergentes, y no obstante suyas.
Cuento de verano
Dirección y guión: Eric Rohmer. Fotografía: D. Baratier. Música: P. Eidel. Francia, 1996. Intérpretes: Mevil Poupaud, Amanda Langlet. Madrid: cine Alphaville.(v. o.).
Rohmer es un sagacísimo indagador de los vericuetos por donde se deslizan los estados de indeterminación del carácter y el comportamiento. De ahí su inclinación a idear historias de gente con identidad no hecha o en proceso de autodefinición, a medio hacer. Son, debido a ello, siempre jóvenes y con la dinámica de sus decisiones no bien engrasada, lo que les mantiene en perpetuo estado de hormigueo interior. Gente todavía con lastres de adolescencia, que da sus primeros pasos en el lado oscuro -donde no saben orientarse, lo que les hace obtusos cuando miran hacia fuera y lúcidos cuando miran dentro, a lo que les piden sus carencias- de la vida adulta. Este tránsito entre dos edades tiene rasgos de una compleja mutación, reducida por Rohmer a una despojada simplicidad. La película transcurre sin que la pantalla expulse sensación de esfuerzo, como si se fuera ideando al mismo tiempo que proyectando. Rohmer crea otro relato algebraico, pero organizado de manera que parece no elaborado, que la cámara se mueve en él con la comodidad de quien respira territorios tan familiares que en ellos puede caminar a ciegas.
Los personajes de Cuento de verano juegan con seriedad a vivir; y su juego lo es en sentido literal, porque obedece a unas reglas y, por ser varios los jugadores de la partida, a una cuádruple combinación de reglas. Cada personaje tiende a imponer al que tiene enfrente sus propias reglas, al mismo tiempo que intenta sortear las que el otro quiere imponerle a él, lo que conduce a un entramado de roces y choques, de presencias y ausencias, de encuentros y desencuentros, de pensamientos y comportamientos, que se parece mucho a una representación en estado puro (nada más y nada menos) del suceso de vivir.
Lo inimitable de Eric Rohmer está en que su denso entramado es formalmente ligero, abierto y libre; y el espectador, si entra en la trama -y hay que advertir que no todos aceptan entrar en ella y hay muchos que se niegan en redondo- lo hace con su equipaje íntimo a cuestas, aportando a la torrencial libertad que emana de la pantalla su propia libertad, su propia regla de juego, lo que multiplica el cuádruple enfrentamiento de espejos, que Rohmer trenza y convierte en un sutilísimo tejido de situaciones y emociones. Nueva lección de este dueño de la misteriosa zona comun existente entre la ficción de filmar y la ficción de vivir, que logra identificar, hacer indistintas.
Babelia
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